"Hola mamá, ¿cómo anda todo por allá? Me imagino que con preocupaciones. Ayer por la mañana recogimos el vivac que habíamos levantado en las playas de la Isla Soledad. Ahora nos instalamos en un hangar a unos kilómetros del lugar. La nueva ubicación es mejor y no levantamos campamento". Se interrumpe a sí mismo para explicar lo que el niño escritor omitió. "A esa altura ya estábamos en la tumba", dice en referencia a los refugios subterráneos donde se resguardaba del fuego enemigo durante la guerra de Malvinas.
Retoma la lectura. "Por lo tanto no hay problemas con el viento o la lluvia. Por el momento nos quedamos acá. A 10 metros de donde vivo hay un hermoso lago con dos barcos viejos, abandonados, y un muelle de madera curtida. Los paisajes son muy lindos. La gente también. No nos falta nada. Nos dieron un rosario por soldado. Yo lo colgué de la pared del hangar, sobre mi bolsa de dormir. Hoy nos regalaron chicles y cinco latas grandes de dulce de batata", cambia el tono de su voz y agrega con ironía: "Le conté la verdad igual, ¿no?".
Bueno mamá se acaba el tiempo. Me voy a retirar la comida". Detiene la lectura y bromea: "¿Qué pasó, llegó el delivery?". Continúa. "Un beso grande para vos, y preocupate menos que estoy como un duque".
Islas Malvinas, 20 de abril, 1982.
"No existe hombre en el mundo que pueda volver bien de una guerra. Nosotros regresamos con discapacidades físicas, perturbaciones emocionales y psicológicas. Muchos sufrimos psicosis, depresión, angustia, drogadicción, alcoholismo. La palabra violación significa invasión. Si el que te tendría que proteger no lo hace, la violación es doble. Nuestro Estado nos envió en malas condiciones y no nos recibió como debe hacerlo a personas que vivieron episodios traumatizantes. Nuestros corazones envejecieron más que lo normal", dijo a Sputnik, en Malvinas, este hombre que a los 54 años regresó a las islas buscando confirmar su redención.
Según estudios del Centro de ExCombatientes Islas Malvinas La Plata (CECIM), entre el 25% y el 39% de los veteranos de esta guerra padece Trastorno de Estrés Postraumático (TEPT). Casi el 80% sufre trastornos en el sueño. Un 10% padece síntomas psicóticos como delirios, alucinaciones y manifestaciones paranoicas. El 20% sufre algún tipo de fobia.
El conflicto no afectó solo a los participantes. Quienes los rodean también sufren las consecuencias. El 37% de los soldados argentinos que luchó en el conflicto del Atlántico Sur se reconoce como una persona violenta, un 26% continúa usando armas de fuego. El estudio destaca que estos hombres tienen un bajo o nulo control de sus impulsos, y que sus círculos familiares conviven con la violencia.
Tres de cada 10 admite tener ideas obsesivas ligadas a los acontecimientos ocurridos en las islas. Cerca de la misma cantidad fantasea con quitarse la vida en forma recurrente. Uno de cada 10 lo intentó en una o más ocasiones.
Germán soportó 68 días de combate en la línea de fuego, más de dos meses de bombardeos continuos. Por las noches los ataques venían desde el mar, de día del cielo. Su función como soldado era trasladar misiles ‘Tigercat' en un camión a las plataformas misilísticas de lanzamiento. Desplazar proyectiles es una tarea de alto riesgo. Un explosión cercana puede activar alguna de las municiones y provocar una reacción en cadena. Vivía con la muerte.
Cada uno de estos cilindros pesa unos 70 kilos. Para levantarlos se necesitaban varios hombres. A medida que avanzaba el conflicto esta tarea se volvió cada vez más difícil. "Habíamos bajado tanto de peso… llegamos a comer pingüino, una cebolla entre 11. Nos costaba ponernos de pie", recuerda Feldman.
"Mamá. Mamá. Por favor mamá, ayudame". Entre misil y misil la noche dejaba entrever el sufrimiento de los niños-soldados. En la guerra el llamado a una madre es un ruego a no ser olvidado. En esa madrugada bajo cero Germán entendió que alguien estaba herido. Caminó en la oscuridad tras el rastro del llanto.
La lona que los protegía de las esquirlas voladoras había acumulado más lluvia de la que podía soportar. Al ceder volcó una catarata de agua sobre la humanidad del ‘Pájaro'. "Debido a las bajas temperaturas sufrimos consecuencias espantosas. Aquella noche ese chico temblaba. Gritaba por su mamá porque se congelaba. Sentí mucha impotencia, no había forma de secarlo. Me senté a su lado. Recé", dice Germán, quien tenía colgado de la pared del nicho donde vivía el retrato de una familia que no era la suya. Había encontrado la foto tirada. Lo hacía sentirse más cerca de casa. "En la guerra te duele todo. Duelen los chicos gritando mamá", agrega.
Para muchos de los jóvenes argentinos Malvinas significó luchar más de una guerra a la vez. "Había un montón de comida pero a nosotros no nos llegaba. Descubrí que los puestos de comando estaban repletos de alimento y pastillas de combustible [utilizadas para calefaccionar]. Comencé a robar. Subía a los camiones para repartir los misiles y tiraba latas a los vagos. Había hambre. Había un enemigo en nuestro bando", asegura.
— ¿Qué haces, Fatiga?— , preguntó Germán.
— La guerra terminó—, respondió el recluta desplomado en el suelo, vacío de fuerzas.
— ¡Qué va a terminar la guerra! Mira cómo tiran pepas [misiles] esos Sea Harrier. Levantate. Dale, vámonos o no la contamos—, replicó Feldman.
— No puedo. No aguanto más—, se oyó desde abajo.
"Dejarlo ahí significaba darlo por muerto. Entre los tres lo arrastramos hasta una grúa abandonada. Pasamos la noche debajo del chasis, muertos de frío. No teníamos morfi [comida], ni mantas, ni casa, ni una mierda. Ni la tumba nos quedaba. Estábamos quebrados, quebrados en la guerra", recuerda Germán con ironía. Aún hoy está convencido de que en aquella oportunidad dios los guardó.
"Estaban muriendo un montón de pibes. Yo creía que esta vez me tocaba a mí. Tenía la idea de que me quedaban 72 horas de vida. Estaba preparado. Solo le pedí dos cosas a dios: no quedar ciego, para ver a mi asesino; y que no me dejara morir en vida [así le decían los soldados a los derrumbes dentro de los pozos donde se refugiaban]. No quería quedar enterrado vivo, esperando mi muerte, viendo como morían los demás", asegura.
Los soldados argentinos no la iban a tener fácil en esta guerra. En ese mismo instante una bomba cayó en el pozo de donde acababa de salir. Desesperado ayudó a desenterrar a sus compañeros. La suerte estaba de su lado, esta vez no hubo que lamentar muertes. Bajo una lona, los 10 sobrevivientes rezaron el padre nuestro y exhaustos durmieron a la intemperie.
El 14 de junio amaneció sin aviones en el cielo. La guerra había terminado. Junto con un compañero, Germán se dirigió a la pista de aterrizaje argentina. Al llegar los detuvieron otros dos soldados, compatriotas, que sin renunciar al protocolo exigieron el santo y seña.
"Se corría la voz de que había ingleses vestidos de argentinos degollando pibes con dagas. Era una guerra entre todos, con los militares, con los ingleses y con los otros chicos. Por eso me apuntó al pecho. ‘Santo y seña', dijo otra vez. Nosotros no sabíamos el código. Presionó el caño y repitió, ‘santo y seña, carajo'. Pensé: voy a morirme el último día", dice Germán, quien sin saber qué hacer miró al Colo, su compañero.
— Nos limpia, apretá vos. Bajalo—, murmuró el pelirrojo.
Germán optó por la diplomacia.— Ya terminó la guerra, loco-, dijo mientras del cielo comenzaban a caer copos de nieve.
— Nos mata—, insistió su compañero.
Una parte de Germán regresó a Mar del Plata, otra se quedó para siempre en Malvinas. "Tardé siete meses en volver de la guerra. Estaba en mi ciudad, con mi familia, vestía mis botas, mi campera de jean, pero yo no era el mismo. Era un soldado, un niño vestido de soldado", dice.
Cuando lo recibió su familia en la estación de tren tenía un aspecto cadavérico. Había perdido 14 kilos, pesaba 48. A cada rato de su nariz asomaban hilos de sangre. Las venas en su interior estaban reventadas por los estruendos de las bombas. De los codos para abajo sus brazos estaban quemados por el frío. Su piel había cobrado un tono violáceo que empeoraba en bajas temperaturas. Le daba verguenza salir a la calle. "Era como que no fueran mías", explica mientras mueve y observa sus dedos.
"Al volver pasé por depresión, angustia, soledad, aislamiento, rencor, odio. La injusticia que se vivió durante y después de Malvinas me hizo expresar violencia hacia mi interior. No me importaba nada. Buscaba la muerte sin entender por qué. La guerra es como una inyección gigante de violencia. Cuando termina te sueltan en otro lugar con reglas sociales, pero adentro tuyo hay un virus que no sabes cómo manejar", dice el excombatiente, quien jamás recibió apoyo profesional. Tuvo que aprender a curarse solo.
"Hoy entiendo que la guerra no está afuera, nace en el corazón del hombre. Tuve que abrazar el dolor. No fue fácil. Ahora estoy desesperado por vivir. Esa sensación no me fue regalada ni a mí, ni a mi familia. Al volver a pisar Malvinas, ahora, me di cuenta que la amaba. Estoy agradecido", dice Germán y muestra una foto que le tomaron ayer. Aparece abrazado a un veterano inglés que volvió al sitio donde hace 35 años a ambos les fue arrebatada la niñez.