¿Cómo? ¿Dónde? ¿Cuándo? Son las cuestiones habituales del contagiado, imposibles de contestar.
Lo seguro es que empezó con un ligero dolor de cabeza. La típica molestia que te aturde pero no te inmoviliza. Hasta que llegó la fiebre. El aviso de los 38,3 grados centígrados se presentó de noche. Miércoles, 18 de marzo: tres días después del Estado de Alarma.
Se extendió durante horas, rozando con peligro los 39 y dando las señales inequívocas de que algo se incubaba. Aun así, pude leer un libro en la cama para preparar una entrevista, confiando en que la madrugada despejara falsas alarmas: unos días antes, mi pareja había pasado por lo mismo, con apenas unas horas de malestar que desembocaron en una mejoría inminente.
Además, coleteaban ciertos efectos secundarios: como era incapaz de tragar nada, la deshidratación crecía y el dolor solo se mitigaba a ratos, cuando conseguía no vomitar el paracetamol o el Nolotil que tomaba cada poco. Era el único remedio que me habían dado desde un servicio de la Comunidad: con la crisis sanitaria, en Madrid había varias opciones para informarse sobre el coronavirus. Una era llamar a un número específico, generalmente comunicando. Otra, dirigirse al teléfono normal de urgencias. Solía haber más suerte en este último: te descolgaban, apuntaban tus datos y síntomas y te recetaban ese cóctel de calmantes durante un tiempo indeterminado. Aguantar a que se desvaneciera.
Tal situación apresuró mi visita a urgencias. Antes, hubo una llamada al citado número habilitado para el COVID-19. Una voz de hastío evitó cualquier explicación. Atajó las quejas con un discurso mecánico, Aclaró que era una enfermedad con una duración de 14 días y había que aguantarse. No dio pie a réplica. Colgó sin escuchar. Fue el peor (y único) mal trato del cuerpo sanitario.
Recomendado por varios familiares médicos, fui al hospital. Por proximidad, me tocaba el Infanta Leonor de Vallecas, al sur de Madrid. Sorprendentemente, la atención fue inminente. En el triaje me tomaron la fiebre y me preguntaron por los síntomas con una protección de cosmonauta. Pronto estaba dentro, con apenas una decena de personas. Según me contó el doctor encargado, el procedimiento era sencillo: me harían una radiografía para ver si había neumonía, ese indicativo propio del virus surgido en Wuhan (China). Si salían muestras, pasaban a un análisis y al test del SARS-CoV-2. Dependiendo de los resultados, me ingresaban o me mandaban a casa.
Neumonía bilateral
El resultado no tardó: neumonía extendida a ambos pulmones. Con un exudado nasal para certificar el virus y un análisis en el laboratorio, me dejaron esperando con Ángel, un vecino de 53 años. Llevaba ocho días enfermo, yendo "de la cama al sillón" y aguantando junto a su mujer y una niña. "No veas qué dolor de cabeza y de cuerpo", relataba quien había llegado andando y extasiado hasta el hospital.
"Esto es peor que una resaca de whisky malo", remató.
Ángel contaba que esa misma semana se había muerto su padre.
"Tenía 91 años, pero se encontraba bien. Estaba en una residencia con mi madre. Hablé con él media hora antes de que muriera. Me dijo que estaba muy mal y mi madre dice que un minuto antes de morirse se lo dijo y cerró los ojos para siempre", rememoraba.
No había podido darle luto y ni siquiera sabía cómo y cuándo podría tener sus cenizas ni tramitar todo el papeleo del deceso. "Es una putada", suspiraba.
Llegó el resultado. A pesar de mi "neumonía bilobar", no había dolencias añadidas. Me iba a casa con Azitromicina y Dolquine, medicamentos propios de esta pandemia (uno de ellos, el utilizado contra la malaria). Tendría que tomar dos pastillas al día y volver a las 48 horas para un seguimiento y los resultados del test. Pregunté cómo era posible una situación tan calmada, con todos los mensajes que se emiten sobre el colapso en la sanidad.
"Es inaudito", me dijo la encargada de urgencias, "ayer tuvimos a 53 personas esperando aquí a que les dieran cama. Hoy hemos notado que se deriven enfermos a la privada, pero estamos pendientes de ver cuándo se lía de nuevo".
Ni siquiera aguanté a la revisión: la mañana siguiente la fiebre escalaba hasta los 40 grados centígrados y mi organismo estaba desencajado. Estar tumbado no calmaba la desazón. Decidimos volver, siempre acompañado y cuidado por mi pareja. Los trayectos eran en coche: no creo que hubiera trabas, pero no coincidimos con la policía. Y, efectivamente, el panorama había cambiado por completo: una multitud se amontonaba en los bancos metálicos. Algunos formaban una fila en sillas de ruedas. Otros dormitaban en butacas de la sección contigua de pediatría. "¿Has vuelto?", me preguntó la encargada del día anterior. "Verás que hoy no tiene nada que ver. Prepárate", soltó detrás de una mascarilla, gafas y un traje entero de plástico.
Retumbaba un coro de toses. En esas primeras horas, la nebulosa de la fiebre se mezclaba con la alternancia continua de asientos: lograr un aposento consistía en un velado juego de las sillas.
En espera de cama
Mi veredicto llega a las cinco de la mañana. El pulmón derecho ya tiene tres lóbulos afectados y me tengo que quedar en el hospital. Además, la tensión es alta, con una frecuencia cardíaca de 89 pulsaciones por minuto, y la saturación de oxígeno en sangre descendía por debajo del 90%, lo conocido como hipoxemia. Necesito que me insuflen aire y me meten en uno de los boxes junto a otras tres personas. Vienen dos enfermeras a tomarme más sangre. Les digo que suelo marearme y no estoy en mi mejor forma para una extracción más.
Avisadas, intentan calmarme y distraerme para llevar a cabo la inyección. "Perdona si nos cuesta, es que llevamos tres guantes y no palpamos bien la vena", advierten. Después, me desvían la atención con preguntas. Así se aseguran de que no me desvanezco. Interrogantes básicos: ¿Cómo te llamas? ¿Cuántos años tienes? ¿A qué te dedicas? Al responder que soy periodista, exclaman: "Pues aquí ya tienes el próximo artículo: Noche de mierda en el Infanta Leonor", ríen.
Soy testigo de decenas de extracciones de sangre y de pruebas de coronavirus, con el consecuente quejido que provoca el utensilio recoge muestras ascendiendo por la nariz hasta el lagrimal. Incluso contemplo un electrocardiograma a una señora sin blusa. En este rincón minúsculo tienen que improvisar todo un protocolo de actuación y dar tratamiento a los que ya constamos como ingresados.
Sistema desbordado
La falta de espacio hace que me muevan a otro cuarto aún más pequeño. Al lado tengo a un médico de familia. Trabaja en un centro de salud de Alameda de Osuna, al norte de la ciudad, y también le han descubierto neumonía. Va hablando con familiares por el móvil de forma serena. A todos les previene de que no es para tanto y a mí me consuela: "Estaba claro que el sistema iba a reventar". A nuestro alrededor, una enfermera reparte paracetamol al tuntún. Otra sirve botellas de agua o zumo para calmar los ánimos. Una se planta en medio de la tenue algarabía y exclama: "Tenéis que comportaros. Por conciencia social".
Por la noche no deja de pedir auxilio. El oxígeno no le funciona. Ante la falta de asistencia y su creciente agobio, me uno a sus reclamos. Como puedo (también con oxígeno), empiezo a gritar "¡Ayuda, por favor!" hacia el pasillo. De repente, una enfermera le coloca bien el oxígeno y noto como si le hubieran ajustado el cordón umbilical a la vida. Aun así, no deja de resoplar agonizante.
A la mañana siguiente, después de una noche monstruosa en la que él se peleaba con su tráquea y yo disputaba una batalla con el bicho traducida en ahogos, tiritonas, sudadas y espasmos que parecían seguir el baile de un ring de boxeo, mi acompañante toma fuerzas y se despide en voz alta de sus familiares. Dirigiéndose a una audiencia imaginaria, confiesa: "Ya no puedo más. Esto se acabó. Cuidaos mucho. Os quiero".
Las primeras enfermeras que me atienden son locuaces y optimistas. Dan ánimos a mi compañero y me tratan con guasa. "Te han tocado las vistas al Parque Nacional Villa de Vallecas", dicen, señalando a los edificios de ladrillo visto de este barrio de la capital. "Y en este tejado es donde salimos a fumar y a rajar de lo que nos pasa", apostillan. "Avisadme y me uno al próximo cigarrillo", digo sin fuerzas, sintiendo una leve recuperación. Antes de salir, vigilan mi bombona de oxígeno. Al ver que se me ha acabado y no he indicado nada, me amenazan: "Llama cuando esté en la línea roja. ¿No te das cuentas de que si no te llega y se te complica de repente puedes irte al otro lado?".
A media tarde, la misma persona que me había subido al cuarto me recoge y me conduce a otro módulo. Abandonamos el de psiquiatría, explica, que no está bien habilitado, y me llevan al de medicina interna. Del rojo al morado. Solo soy capaz de ver unos segundos el pasillo. Todo está recién colocado. En las puertas hay una pila de cajas de guantes, gel y un cubo de basura. "La historia cambia según la hora, vamos improvisando", cuenta dejándome en una habitación individual y cambiando la bombona al enganche del cabecero. Es miércoles. Cumplo una semana de enfermedad y de repente huelo el caldo de la cena y me sabe soso. Una alegría monumental. Me asomo a la ventana y, sin el horizonte de la anterior, leo dos carteles enfrente. Anuncian "Todo irá bien" y "Fuerza".
"Se ha calmado un poco. Aunque seguimos sin medios. Llevo esta máscara y este equipo desde hace un montón de días", arguye.
Baja la fiebre. El número de pastillas va menguando. Remite la tos. El oxígeno pasa de dos litros por minuto a uno. Cada análisis —sacado de madrugada— da mejores resultados. Las placas exhiben mejoría. Retomo cierta rutina: ya puedo concentrarme en leer y ver sin cefalea algo de televisión. Mi pareja ha podido dejarme una bolsa con ropa, material de aseo y libros en una mesa habilitada a la entrada. También puedo atender sin problemas las decenas de llamadas y mensajes de apoyo. No puedo traspasar mis cuatro paredes ni tener visitas, pero cada día me comunico con decenas de amigos y familiares preocupados. Respiran aliviados. Sobre todo mis padres, sufriendo a distancia, sin la posibilidad de acercarse.
De jueves a domingo se estabiliza mi situación. Ya puedo incluso caminar de un lado a otro o ver cómo el bloque de enfrente se llena de camas con nuevos enfermos. Muchos pegan los rostros a las ventanas, se mueven agarrados a la pared o trasnochan con la luz encendida. También observo desde mi habitación cómo salen coches fúnebres del aparcamiento subterráneo. Aflige verlos encaminados a un luto solitario.
Alta médica
Es martes, sumo ocho jornadas de hospital, y a mediodía suena el teléfono del cuarto. El médico acaba de firmar el informe final. En cuanto esté todo sellado, vuelvo a casa. Me quitan la vía del brazo, me dejan asearme y ponerme ropa de calle y aplauden cuando abandono la sala.
Todavía me espera entre una semana y 14 días de aislamiento. Después, se dará por hecho —en principio, sin pruebas— que he sobrevivido al coronavirus. Supuestamente, también seré inmune. Jamás sabré dónde, cuándo ni cómo lo contraje, pero sí que lo he superado. El trance me enseña dos máximas: que toda precaución es crucial y que nunca volveré a beber whisky malo.