La región del Sahel, la banda de casi 500 kilómetros de ancho que recorre África desde el Atlántico al Mar Rojo, es en la actualidad el centro de operaciones de los yihadistas pertenecientes a Al Qaeda y al autodenominado Estado Islámico (organizaciones terroristas proscritas en Rusia y otros países), así como a otras organizaciones locales vinculadas con las dos principales centrales del terror.
Otro país que se une a la lista de gangrenados se encuentra mucho más al sur. Mozambique, tras varias décadas de guerra civil interna y pocos años de paz, se enfrenta ahora en su región norteña a las acciones de grupos islamistas.
Es precisamente en esa zona donde se han descubierto los enormes yacimientos de gas que han despertado el interés de las principales compañías internacionales —italianas, norteamericanas y francesas a la cabeza— y que inspiró a periodistas poco originales a hablar ya del "Catar africano".
Terreno abonado al terrorismo
Por esos motivos, algunos especialistas intentan aclarar que el yihadismo africano no responde a un mando central desde el que se organizan los ataques en los distintos países afectados. Así lo asegura, por ejemplo, el investigador francés Marc-Antoine Pérouse de Montclos, autor del libro África, la nueva frontera de la yihad: "los intereses y objetivos son distintos en cada país, según las circunstancias específicas". Por supuesto, todos utilizan el Corán como plataforma de justificación.
Más de 4.500 soldados franceses están desplegados en la región, desde Malí al Chad, dentro de la llamada operación Barkhane, que data de 2014. A ellos se unen los 12.000 efectivos de la Minusma, las fuerzas africanas dependientes de la ONU. El despliegue ha servido solo, hasta el momento, para frenar las ofensivas yihadistas en ciertas regiones, pero no para eliminarlas. Precisamente, las operaciones militares en Malí han propiciado la dispersión de células islamistas hacia el golfo de Guinea.
Impotencia francesa en su zona de intereses
Cinco países integran el llamado "G-5 Sahel" (Mauritania, Malí, Níger, Burkina Faso y Chad) para formar un ejército conjunto de 5.000 hombres. Francia parece confiar poco en la capacidad de esa institución. Así en el pasado G7 celebrado en Biarritz (Francia), el presidente galo, Emmanuel Macron, propuso la puesta en marcha de otro organismo, la Asociación para la Seguridad y Estabilidad en el Sahel. La canciller alemana, Angela Merkel, se unió a la iniciativa para, según ambos dirigentes, "cambiar de escala y de método, ya que la situación no deja de deteriorarse".
En definitiva, París y Berlín quieren una implicación financiera y militar más entusiasta de sus vecinos continentales, ante las promesas incumplidas de otros países, como incluso ciertos Gobiernos del golfo Pérsico y de la propia ONU.
El desgaste del ejército francés en la operación Barkhane y el rechazo que en algunos países enfrentan las tropas galas inquietan tanto al Estado Mayor francés, como al Ministerio de Asuntos Exteriores.
Llamamiento africano a Moscú
Así, la "cumbre" ruso-africana (Fórum Rusia-África) celebrada en Sochi, el 23 y 24 de octubre pasado, fue vista con cierta desazón desde París. Los presidentes de los países del G-5 Sahel no disimularon su interés en propiciar un papel más activo de Moscú en la región. Idriss Deby, primer mandatario del Chad manifestó que "el apoyo de la Federación de Rusia es vital para reforzar la estabilidad regional".
Moscú está multiplicando sus acuerdos económicos y de seguridad en África. Su músculo financiero está de momento lejos del alcance de las cifras de las inversiones chinas, europeas o norteamericanas en la región, pero son cada día más numerosos los Gobiernos africanos que piden su asistencia para frenar la insurrección yihadista que se extiende por ese continente, a través de acuerdos de cooperación como el firmado el junio pasado con Malí, para la "formación de especialistas militares, la cooperación en el mantenimiento de la paz y la lucha contra el terrorismo".
La Unión Europea debería levantar las reticencias a cooperar con Rusia en una lucha de la que depende su futuro más cercano, como reconocen sus propios dirigentes. Muchos gobiernos europeos lo saben y lo desean, pero la histeria antirrusa de otros sectores obliga a disimular lo que se acaba haciendo de facto.