Ni siquiera el fracasado golpe de Estado militar, ocurrido en febrero de 1981, fue tan grave. En esta ocasión, a diferencia de entonces, lo que se pone en duda es el futuro en convivencia de España dentro de las fronteras que actualmente conocemos. Y no sólo eso. El contexto de crispación lo está emponzoñando todo.
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Empeñado en aplicar la ley a rajatabla, Rajoy cometió el error monumental de autorizar las cargas policiales que tristemente nos recordaron a los tiempos del franquismo. Las imágenes de los antidisturbios dando palos para requisar urnas y papeletas exacerbaron en Cataluña los sentimientos de odio hacia lo español, provocando además las simpatías de la opinión pública internacional.
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El ambiente es tan excepcional que el rey Felipe VI, en calidad de jefe del Estado, dirigió un mensaje televisado a todos los españoles. El monarca lanzó un durísimo ataque a las autoridades que propician la independencia, a quienes acusó de "deslealtad inadmisible", emplazando a los poderes del Estado a "asegurar el orden constitucional".
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Vista la indiscutible ilegalidad del referéndum y la ausencia de garantías de su transparencia, no hay justificación alguna para que el Parlamento catalán haga una declaración unilateral de independencia. Proclamarla sería como lanzar una bomba atómica, porque activaría la aplicación del artículo 155, lo que podría desatar una revuelta civil con graves alteraciones del orden público y enfrentamientos violentos. Los efectos serían catastróficos. Para todos. La cuestión catalana se convertiría en una pesadilla para los dirigentes de la Unión Europea. Y dejaría a España al borde del abismo.
LA OPINIÓN DEL AUTOR NO COINCIDE NECESARIAMENTE CON LA DE SPUTNIK