El presidente estadounidense declara la necesidad de incrementar la capacidad nuclear de su país; Corea del Norte despliega misiles capaces de portar ojivas nucleares; radicales ucranianos buscan poseer armas atómicas; Pakistán ensaya su propio misil portador; Rusia estudia medidas de respuesta para garantizar su seguridad nacional. Estas son algunas de las noticias que nos han llegado en menos de medio año.
Hace 30 años, los líderes de la URSS y EEUU mantuvieron una entrevista para discutir la reducción radical de sus arsenales nucleares. Hoy en día, parece que pocos políticos hacen caso a la amenaza que representan estas armas. Aunque todo el mundo se da cuenta de su carácter destructivo, su peso en la política internacional aumenta.
Un poco para educarnos (el mundo y la WEB están llenos de teorías increíbles sobre la aniquilación nuclear), un poco para alertarnos, Sputnik te acerca el trabajo que el doctor en ciencias y divulgador científico Robin Andrews ha publicado y que resume las verdaderas consecuencias que tendría un conflicto nuclear de escala global.
Datos preliminares
Es poco probable que alguien tenga toda la información acerca de las armas nucleares: es un tema secreto y seguramente muchos gobiernos esconden datos.
Según la Federación de Científicos Estadounidenses (FAS), hoy día se encuentran en servicio cerca de 15.000 unidades nucleares. Más del 90% de ese arsenal le pertenece a EEUU y Rusia, con unas 6.800 y 7.000 unidades respectivamente. La capacidad de destrucción de este tipo de armamento puede variar considerablemente: tanto Estados Unidos como Rusia cuentan con las superdestructivas ojivas termonucleares, conocidas también como bombas de hidrógeno, capaces de borrar a países o regiones enteras, mientras que (según los datos disponibles) Corea del Norte apenas ha fabricado unas unidades basadas en la vieja tecnología de fusión de plutonio.
Robin Andrews toma como base para sus cálculos una de las más potentes bombas en el arsenal de EEUU: la B83 de 1,2 megatones. La cantidad de energía liberada por la explosión de este modelo equivaldría a unos 5.000 billones de Joules, o sea, a 73 bombas 'Little Boy' como la lanzada sobre Hiroshima.
Consecuencias de una explosión
El estallido de la B83 dejaría un cráter de 420 metros de diámetro y unos 92 metros de profundidad sobre la superficie terrestre, según indica el servicio online NukeMap creado por el historiador en el tema Alex Wellerstein.
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La mayor parte de la energía sería liberada mediante una gigantesca bola de fuego que cubriría un espacio equivalente a 5,7 kilómetros y con temperaturas que alcanzarían los 83,3 millones de grados Celsius en su epicentro (a modo de comparación, la temperatura sobre la superficie solar oscila entre los 5.500 y 6.500 grados Celsius).
La ola de expansión literalmente demolería todo lo que se encontrara a su paso en un área de 16,8 kilómetros cuadrados.
La radiación térmica dejaría quemaduras de tercer grado a todo cuerpo biológico en un área de 420 kilómetros cuadrados, lo cual sería doloroso tan solo por una fracción de segundo, ya que todas las terminaciones nerviosas del cuerpo serían completamente destruidas.
Y por último llegaría la radiación ionizante. Suponiendo que no haya viento, el científico estima que 'solo' un área de 20 kilómetros cuadrados sería tan fuertemente irradiada, que entre el 50 y el 90% de las personas que se encontrasen en el lugar morirían por enfermedades relacionadas con este mal.
Catástrofe global
En su análisis, Robin Andrews asume que todas las 13.800 bombas termonucleares pertenecientes a EEUU y Rusia serían detonadas más o menos al mismo tiempo, espaciadas uniformemente sobre las ciudades más pobladas del mundo.
Sumando todas las explosiones, Andrews deduce que cerca de 94 kilómetros cúbicos de tierra bajo los epicentros desaparecería de inmediato. Pero eso no es nada comparado con lo que vendría décimas de segundos después.
Unos 232.000 kilómetros cuadrados de edificios, puentes y todo tipo de infraestructura serían simplemente arrasados por las ondas expansivas de las explosiones. Para una mejor percepción de las dimensiones, ese territorio equivale a unas 295 megápolis como Nueva York. O sea, al menos una sexta parte de la población global sería aniquilada por las consecuencias inmediatas de una catástrofe de este tipo.
Todo lo que se encontrase en los 79.000 kilómetros cuadrados de tierra alrededor de las explosiones sería literalmente evaporado por las bolas de fuego subsecuentes a las detonaciones. Todo material orgánico que se encontrase localizado en los siguientes 5,8 millones de kilómetros cuadrados recibiría quemaduras de tercer grado. Es decir, todo aquel que se encontrase en el espacio equivalente a 3.700 urbes como Londres sería afectado por este mal.
Por último, la radiación contaminaría un área equivalente a los 284,000 kilómetros cuadrados. Si le agregamos a eso las condiciones climáticas como los vientos y las precipitaciones no es difícil de predecir que una gran parte de la radiación alcanzaría las capas superiores de la atmósfera, por lo que la cantidad de afectados a largo plazo sería mayor aún.
Sea como sea, cientos o miles de millones de personas morirían solo en la primera hora después de los ataques. Una cifra terrible, pero tal vez no sea lo peor comparado con lo que tendrían que enfrentar los supervivientes.
El invierno está cerca
El invierno nuclear es un fenómeno hipotético, pero se estima que sus consecuencias sean muy parecidas a otro fenómeno que sí ha sido bien estudiado: el invierno volcánico. Las erupciones liberan a la atmósfera toneladas de aerosoles y partículas finas, que si bien calientan la atmosfera de manera inmediata, a largo plazo son capaces de enfriar nuestro planeta, reflejando la luz solar.
Los seres humanos ya han sido testigos de este tipo de enfriamiento global, durante el período histórico conocido como La Pequeña Edad de Hielo que tuvo lugar entre los siglos XIV y XIX, debido a que el mundo experimentó una elevada actividad volcánica. Pero incluso antes de que existiéramos, se produjeron varias extinciones impulsadas por masivas erupciones volcánicas, que mantuvieron el planeta literalmente congelado por miles de años.
El hipotético invierno nuclear es esencialmente lo mismo, con la excepción de que el mundo estaría cubierto por una capa de cenizas microscópicas y altamente radioactivas. Inhale un poco de estas y estaría condenado.
Un estudio del Departamento de Ciencias Ambientales de la Universidad de Rutgers indica que unas 100 detonaciones similares a las de Hiroshima liberarían a la atmósfera suficiente carbono como para reducir la temperatura promedio global en un grado Celsius. La detonación de todas las bombas nucleares existentes reduciría la penetración de los rayos solares en casi el 100%, indica Andrews. Eso sometería a la Tierra a una total oscuridad y a un invierno que duraría no decenas, sino centenares de años, hasta que poco a poco la atmósfera se limpie.
Bastaría con decir que esto pararía la fotosíntesis de las plantas, que se alimentan de la energía solar y producen como resultado el oxígeno que todos respiramos. Si bien los supervivientes podrían producir su propio oxígeno mediante costosas tecnologías, no podrían frenar el colapso de la cadena alimenticia, que tiene a las plantas como base. Todo esto daría lugar a una extinción en masa, que, probablemente, no eludiría nuestra propia especie.
Los pocos supervivientes tendrían que luchar por su existencia bajo tierra, ya que la superficie constituirá en sí un paisaje totalmente radioactivo, para, en el mejor de los casos, dar inicio mucho después a una nueva civilización.