La última reunión de los ministros de Asuntos Exteriores de la UE no ha servido ni para reforzar ni para aumentar el castigo a Moscú, lo que prueba una vez más que los Veintiocho ya no gozan de la cohesión de antaño, pues siguen muy divididos en materia de política exterior.
El dosier ruso ha generado tres grupos distintos dentro de esta variopinta Unión. En primer lugar, se encuentran aquellos que se alinean con los deseos explícitos de Londres (y Washington), proclives a endurecer el pulso con los rusos. Aquí están las tradicionales repúblicas bálticas y Polonia. Francia ha engrosado recientemente sus filas. Todos ellos consideran que la política del castigo es la única palanca que les queda para dominar a Moscú. El segundo grupo lo integran aquellos países que hacen equilibrios políticos. Aquí se encuentran Italia, España y Austria. Viena, por ejemplo, no ve la necesidad de más confrontación. Finalmente, están aquellos Estados como Hungría, Grecia o Chipre que, por unas razones u otras, preferirían desmantelar cuanto antes el actual sistema coercitivo, pero no se atreven a decirlo muy alto porque es políticamente incorrecto.
En este sentido Alemania, el actor protagonista, se mueve entre dos aguas. La canciller democristiana, Angela Merkel, se debate entre la opinión de sus socios de Gobierno y de partido. Hay quienes, como el ministro de Exteriores, el socialdemócrata Frank-Walter Steinmeier, miran con escepticismo la eficacia de las sanciones para mejorar la situación de los civiles en Siria, y quienes dentro de la CDU, como el presidente del Comité de Exteriores del Bundestag (Parlamento), Norbert Röttgen, apuestan sin contemplaciones por una nueva ola de correctivos mucho más serios.
Entre los halcones, el más corrosivo quizás sea el ministro de Exteriores británico, Boris Johnson. En su estreno en el cargo ante la Cámara de los Comunes no fue nada diplomático. Recomendó incluso que la gente se manifieste ante la Embajada rusa en Londres. Y se despachó a gusto: "Si Rusia continúa su actual camino, creo que este gran país está en peligro de convertirse en una nación paria, y si la estrategia del presidente Putin es restaurar la grandeza y la gloria de Rusia, entonces creo que se arriesga a que su ambición se convierta en cenizas ante el desprecio internacional por lo que ocurre en Siria".
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Otra puntualización interesante de Johnson. Admite que existe una cierta debilidad entre los socios europeos a propósito de las sanciones a Rusia. Tiene gracia que lo diga precisamente alguien que ha promovido con tanto ahínco el Brexit. El exalcalde de Londres está instigando a otras capitales occidentales a adoptar medidas menos políticas y más militares. Por ejemplo, le encantaría imponer una zona de exclusión aérea en Siria, pero sabe que eso es un disparate. En definitiva, está echando gasolina al fuego.
Bruselas, entretanto, ha tomado ya ciertas medidas adicionales. A principios de 2016, creó una pequeña unidad de contrapropaganda, dependiente del servicio diplomático y de los servicios audiovisuales del Consejo Europeo. Aunque el objetivo explícito de esta unidad es luchar en general contra la desinformación referida a la Unión y sus instituciones, su verdadera meta consiste en influir de manera discreta pero constante en la opinión pública rusófona y rusófila y también en contrarrestar las "mentiras" que difunde el Kremlin.
El autor, que lleva un blog en FT sobre política y energía, estima que Rusia se ha convertido en "un Estado lamentable" y que los grandes empresarios rusos pueden verse en la necesidad de tener que volver a intervenir en asuntos de política —como ya hicieran en la década de los 90 con Boris Yeltsin— por su "propio interés" y para no perder más dinero. Habla de que los oligarcas se enfrentan a una "potencial expropiación" de sus bienes "por un gobierno desesperado". Sugiere que al frente del Kremlin se podría poner a "un tecnócrata", no tocando el aparato de Seguridad del Estado. Es lo que llama sin rubor una "imperfecta transferencia del poder". En otras palabras, propicia un golpe de Estado. Pero, ¿qué pretende este articulista? ¿Que haya un nuevo baño de sangre en Moscú como el que ya ocurrió en octubre de 1993?
LA OPINIÓN DEL AUTOR NO COINCIDE NECESARIAMENTE CON LA DE SPUTNIK