Pleno empleo, comida abundante, electricidad semigratuita, ayudas a los recién casados para la compra de automóviles y apartamentos, sanidad generalizada, miles de inmigrantes africanos aceptados y con trabajo…. No es el escenario utópico de una obra de ficción, es la situación que se vivía hace cinco años en Libia.
Hasta que llegó la llamada Primavera árabe al norte de África y se propagó hasta el Golfo Pérsico o Golfo Árabe. El 15 de febrero de 2011 un abogado y activista de derechos humanos, Fethi Tarbel, fue detenido en la ciudad de Bengazi, acusado de azuzar un motín de presos. Dos días después, un grupo de manifestantes organizaba un «viernes de la ira» similar a los que habían incendiado las protestas en Túnez y Egipto.
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Libia no significaba para Occidente lo mismo que Túnez o Egipto, dos aliados históricos. La Yamahiría Árabe Libia y su líder, Gadafi, representaban un desafío histórico que le costó sufrir ataques aéreos, aislamiento, boicot internacional y desprecio de las cancillerías de media Europa. Cierto es que algunos países tenían razones para ello. El régimen de Gadafi reconoció haber utilizado el terrorismo contra civiles europeos y africanos.
Tras ocho meses de acoso, Muamar el Gadafi fue capturado también por supuestos «freedom fighters». Su final captado por la cámara de un celular fue uno de los espectáculos más repugnantes ofrecidos por la televisión hasta entonces. Gadafi fue vejado, torturado y ejecutado sin derecho a un proceso judicial. Se llevó a la tumba los secretos que quizá habrían perjudicado a muchos de los líderes europeos que le rendían pleitesía desde hace poco tiempo.
Desde hace cinco años, Libia es un Estado fallido, o, mejor, un territorio fallido, pues si bien antes no existía un Estado administrativo según las pautas occidentales, ahora no existe atisbo alguno de Estado.
La difícil gestación de un gobierno de unidad
Cuando se celebran los cinco años del principio del fín del régimen gadafista, las dos facciones que se disputan el poder en el país parecen haber llegado a un acuerdo para formar un gobierno de unidad nacional.
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Por supuesto, la urgencia de Occidente por encontrar un gobierno libio es compartida por los vecinos africanos del país y por los principales regímenes desde el Magreb al Máshreck, asustados del empuje de Daesh, el autodenominado Estado Islámico, en territorio libio. Daesh se ha instalado en la ciudad de Sirte, Derna y en otras zonas del centro de la costa libia. Según diversas fuentes, en absoluto confidenciales, miles de yihadistas del EI se habrían trasladado desde Siria e Irak hacia Libia. Serían en total en torno a 6.000 combatientes.
EEUU y UE, temerarios; Túnez y Argelia, temerosos
Europa y Estados Unidos quieren el plácet del nuevo gobierno libio para atacar militarmente a Daesh. La facción islamista —«moderada»- del nuevo gabinete se negaba hasta ahora a dar su acuerdo para una operación armada en su territorio. Todos temen a Daesh, pero otros se alarman de las consecuencias de una operación militar contra los yihadistas.
Por su parte Argelia, al este de Libia, teme que los islamistas del EI utilicen el vecino país no solo como fuente de divisas gracias al petróleo, sino como el «Emirato occidental», la cabeza de puente para la desestabilización de su país y de todo el Sahel, es decir, media África.
Esperando la decisión del nuevo gobierno, la ciudadanía sigue sufriendo la penuria y la falta de servicios sanitarios como consecuencia de una parálisis económica que dura años. Más de un millón de los seis que forman la población de Libia necesita ayuda urgente. La producción de petróleo es de apenas 240.000 barriles diarios, cuando en 2011 era de 1.6 millones. En ese mismo año, el Banco Nacional cifraba sus reservas en 240.000 millones de dólares; ahora solo quedan 50.000.
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Barack Obama se ufanaba de que Estados Unidos hubiera contribuido en 2011 a «liberar a Libia de una dictadura que duraba 42 años». Pocos ciudadanos libios se mostrarían hoy agradecidos ni a él, ni a Nicolas Sarkozy ni a David Cameron por haberles liberado de Muamar el Gadafi, para abandonarles a la pobreza y al avance del horror islamista de Daesh en su propio país.
LA OPINIÓN DEL AUTOR NO COINCIDE NECESARIAMENTE CON LA DE SPUTNIK
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