Same Eitel ha atendido en una mañana a varias entrevistas y está cansado de "las cámaras". Este camerunés de 47 años ha gozado de repente de una fama imprevista por su labor durante la pandemia. Y su rutina en Fuerteventura se ha visto alterada. De acudir como un voluntario más a la Misión Cristiana Moderna ha pasado a gozar de una popularidad que llega a abrumarle. La razón: en junio decidió confinarse junto a otros inmigrantes en una nave industrial de esta isla canaria contagiados de COVID-19. Solo por animarles y servir de apoyo.
Durante el periodo de Paul Biya, su sucesor al cargo, Same Eitel ingresó en el servicio militar. Fue llamado a filas posteriormente para luchar en Chad, que libraba una guerra con las fuerzas libias del malogrado Muanmar el Gadafi. Esas actividades le dejaron huella: "Mi superior me obligaba a ir con un batallón de soldados con armas a intervenir en zonas con muchos civiles, me obligaban a disparar a gente que no tenían armas sino piedras", relata en un buen castellano que, sin embargo, considera pobre (por eso usa frases cortas, sin prodigarse en detalles).
Confirmados 46 nuevos contagiados de coronavirus en la última patera llegada a Fuerteventura.
— La Reunión Secreta (@LRsecreta) July 19, 2020
A bordo de la embarcación, una lancha neumática que partió de El Aaiún, viajaban 61 personas: 48 hombres, 12 mujeres, entre ellas una mujer embarazada, y un bebé.
Acabó por desertar. Y empezó otro periplo igual de arduo: sin visado y considerado una especie de prófugo, atravesó hasta Melilla por Nigeria, Togo o Argelia. En total, tres meses que le dejaron al otro lado de la valla y con ganas de pegar el salto a la península: su siguiente destino fue Málaga, al sur. Trabajó en el campo antes de partir a Alicante y cambiar su sector por la construcción y su situación familiar: conoció a una mujer con la que tuvo dos hijos.
Quería tantear en el ámbito del turismo. No lo consiguió. Y se puso en contacto con la Misión Cristiana Moderna, una iniciativa surgida a finales de los años noventa y constituida en 2003 que, entre otras actividades, da cobijo a indigentes o reparte comida.
"No tenía nada y me tuve que venir a la iglesia y explicar mi problema. Me acogieron y desde entonces sigo aquí", resume.
Su labor, como la del resto, se alteró al inicio de 2020. El virus proveniente de Wuhan, en China, desbarató cualquier plan imaginable. A las llegadas en patera se les sumó la posibilidad de contagiarse de un enemigo invisible. El COVID-19 ya se expandía por medio mundo y amenazaba con propagarse hasta en este rincón del Atlántico. La Misión Cristiana Moderna tenía habilitadas tres estancias para dar refugio a la gente, pero pidieron al Cabildo que les proporcionara otra más.
Ver esta publicación en InstagramSegunda africana que da a luz estando en Misión Cristiana Moderna. Precioso bebé.
En la "nave del queso", un recinto donde se había proyectado una manufactura del queso majorero, propio de Fuerteventura, fueron a parar los primeros inmigrantes portadores del virus. El caso que saltó las alarmas se dio el 7 de junio, según los registros que conserva Ángel Manuel Hernández, unos de los miembros principales y llamado habitualmente Padre Ángel. Este pastor de 50 años apunta por teléfono a Sputnik que a los pocos días se multiplicaron los casos. Hubo 46 en una lancha procedente de El Aiún, capital del Sáhara Occidental.
"Teníamos tres sitios: uno para que les hicieran el test y esperaran 72 horas y otro para la cuarentena", matiza.
Rápidamente buscaron una respuesta. Dieron varios cursos para tratarles y congregaron a quienes podían comunicarse con ellos. Same Eitel se prestó en cuanto supo lo que ocurría. Con varios idiomas y una formación militar que le proporciona la cualidad de saber escucharlos e insuflar ánimos, tal y como asegura.
"Tenían miedo y les intentaba meter en la cabeza que no debían tenerlo", dice Eitel ahora, después de encerrarse dos meses con ellos. El tío Sam les despertaba con un café, limpiaba los sanitarios, desinfectaba, atendía llamadas y les aliviaba la tensión de la coyuntura. "Hablaba con ellos para que no se aburrieran y entretenía a los niños", indica, "ellos me decían que les dolía la cabeza y yo les daba un paracetamol; al día siguiente les preguntaba cómo estaban y, si estaban bien, me alegraba".
El pastor recuerda aquel domingo que se acercó a él pidiéndole ayuda. "Same vino al culto y le pregunté si había cenado. Me dijo que no. Comió y después me contó su historia. Le ofrecí que se quedara, hasta ahora", recuerda, añadiendo: "Es un héroe. El tipo conoce la cultura africana y ha sido muy motivador. Hemos conseguido darle una ofrenda de amor por su trabajo. Y aquí todo el mundo le grita '¡Tío Sam, gracias!' porque es muy noble y se le ha cogido mucho cariño".