Conocida también como la Isla de los conejos, ya que en ella habitan varios centenares de estos mamíferos, Okunoshima es un destino turístico menor que creció en popularidad, aunque su pasado está marcado por los crímenes de guerra.
Si bien el Protocolo de Ginebra, firmado en 1925 y en vigor desde 1928, prohíbe el uso de armas químicas y biológicas, no señala nada acerca de su producción y almacenamiento. Japón no vio entonces impedimentos legales para el desarrollo de su arsenal.
Una isla oculta en los mapas
En 1923, el gran terremoto de Kanto (de magnitud 7,8 en la escala Richter) afectó varias prefecturas de Japón, entre ellas Tokio. Las instalaciones militares donde se trabajaban con armamento químico en la capital nipona quedaron destruidas. Por ello, cuando las autoridades decidieron llevar adelante el desarrollo de armas bacteriológicas, resolvieron construir una base en Okunoshima. Era más barato que reconstruir los edificios militares en Tokio. Y más seguro.
Esta pequeña isla presentaba ventajas logísticas. Estaba suficientemente alejada de centros poblados, lo cual tendría menos consecuencias sanitarias en caso de que ocurriese algún accidente. Asimismo, se encontraba a una distancia corta de las bases militares más cercanas, en especial de Hiroshima.
La construcción de la fábrica comenzó en 1927, y la producción de gases tóxicos en 1929.
Para mantener las instalaciones en secreto, eliminaron la isla de los mapas de la época.
Trabajadores —y conejos— en peligro
Se estima que entre 1929 y 1945 se produjeron más de 6.000 toneladas de gases venenosos en Okunoshima, entre ellos el infame gas mostaza que causó enormes pérdidas humanas durante la Primera Guerra Mundial.
Asimismo, varias decenas de conejos fueron llevados a las instalaciones para probar los efectos de los gases. Luego, fueron liberados.
A medida que la situación militar de Japón durante la guerra fue empeorando, también lo hicieron las condiciones laborales en Okunoshima. Hacia 1944, con el reclutamiento de hombres para combatir, muchos puestos de trabajo fueron ocupados por niños y adolescentes.
Yasuma Fujimoto fue uno de los tantos civiles que sufrió daños permanentes derivados de la fabricación de los gases. Debió ser operado de cáncer de estómago. Señala que la seguridad de los trabajadores no era tan importante como alcanzar las metas de producción. Utilizaban solo máscaras de algodón hasta que se teñían de rosa a causa del trióxido de arsénico que respiraban.
Quien sí reconoció su culpa fue Fujimoto. Viajó a China en tres oportunidades para disculparse por su cuota de responsabilidad en la fabricación de gases tóxicos utilizados contra la población y tropas chinas en la segunda guerra sino-japonesa, especialmente en la Batalla de Changde.
Los peligros ocultos en la isla (y en fondo del océano)
Luego de la rendición de Japón, las fuerzas estadounidenses demolieron las instalaciones en Okunoshima. En 1946, parte del gas almacenado fue enterrado en 11 puntos distintos de la isla.
En 1996, se descubrió que el agua de abastecimiento local presentaba un elevado nivel de arsénico.
Otra parte de los barriles y cápsulas con gas fueron llevadas en barcos a distintos puntos del Océano Pacífico distantes entre 60 y 120 kilómetros de la costa nipona, donde fueron hundidos.
Allí esperan.
¿Qué pasó con los conejos?
En 1950, Okunoshima empezó a funcionar como un parque turístico.
Según la versión oficial, los conejos que habitan Okunoshima en la actualidad no descienden de los ejemplares originales utilizados en las pruebas con químicos. Estos fueron eliminados por las fuerzas de ocupación aliadas, al mismo tiempo que derribaron la planta.
En 1971 una excursión de niños escolares que visitaron la isla liberaron unos ocho conejos. Hoy son más de 700. Las autoridades del museo que funciona en la isla advierten a los visitantes que no traigan conejos para dejarlos en el lugar; es muy probable que no se adapten a la vida silvestre, a las condiciones climáticas y al propio comportamiento de los conejos autóctonos, quienes no les darán la bienvenida.
Las autoridades de Okunoshima han intentado que los turistas dejen de alimentar a los conejos para romper el círculo vicioso de malnutrición. En la isla, su esperanza de vida es de dos años, cuando en condiciones más favorables los conejos podrían alcanzar los 10 años.