Los barrios de la capital venezolana son otra cosa. El de Lídice, donde está el Liceo de Nery, presume porque milita a las faldas del Ávila, la montaña que rodea la ciudad, y da un respiro a los pulmones de la polución sin remedio.
Las 'Cocineras de la Patria' son un grupo de más de 60.000 mujeres repartidas por todo el territorio nacional. Nacieron como casi todo en Venezuela: porque sí, espontáneas, por ayudar, por echar una mano, por alimentar a esos muchachos y muchachas que comen más o menos en casa pero que, en el colegio, almuerzo no les va a faltar.
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Al principio, cuando empezaron y todavía estaba Chávez, las madres llegaban a los colegios de sus hijos e hijas y cocinaban para que los chicos no tuvieran excusa para no rendir. La cultura es peligrosa, la cultura es de todos, la cultura es revolucionaria y en su nombre se liberan países como Venezuela. Las Cocineras lo saben, y por eso se meten en alma y cuerpo en esos fogones intransitables, para que a los suyos no les falte la sangre sin anemia como la de Simón Bolívar, su Libertador.
Al principio, cuenta Nery, no cobraban. "No teníamos un sueldo ni beneficios de ningún tipo", dice. Pero esa masa de madres coraje fue reconocida por Hugo Rafael y desde entonces se llamaron así, 'Cocineras de la Patria', y empezaron a recibir remuneración por su estoicismo: alimentar a los retoños de Bolívar, futuro de su Patria Grande.
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Al margen de la épica, que la tienen, y de la buena —la épica de los que hacen cosas sin que se note— estos grupos de mujeres organizadas por su cuenta son las responsables de alimentar a miles de niños y niñas cada día en todo el país. Cocinan sus almuerzos "con lo que haya" en los colegios y liceos públicos de todo el territorio nacional.
Los alimentos se los proporciona el Ministerio de Alimentación y cada 15 días hay reparto. Nery, que antes de la Cocina de la Patria trabajaba como auxiliar de enfermería, explica que guisan con lo que tienen, que últimamente, "por la guerra económica", no suele ser mucho o muy variado.
"Pero siempre garantizamos el almuerzo. Si no hay alimentos, nos inventamos de dónde sacarlos o nos pensamos nuevas recetas con lo que llega del Ministerio", dice.
Las nueve se reparten las tareas sin previos enrevesados y la cadena de mando y orden fluye como las horas que pasan haciendo su menú diario. Hoy hay pasta con carne molida, ayer arroz con caraotas (frijoles negros), mañana creen que volverán a preparar proteína, la más cara en el mercado, la hija predilecta de la hiperinflación.
Lilibet Montilla lleva tres años y medio trabajando en este mismo espacio. No lleva un pañuelo amarillo como el de Nery en la cabeza sino un plástico color transparente. Es como un gorrito de ducha. Todo vale. Lilibet está fregando los platos de comida sucia aunque ese día no hay agua en las instalaciones.
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"En Caracas tenemos problemas con el suministro de agua, no es algo que nos sorprenda, estamos acostumbradas a resolver ese tipo de situaciones. Cuando no llega el agua directa a la cocina, vamos al colegio de al lado, que habitualmente sí suele tener agua todos los días, y llenamos unos tobos grandes para poder trabajar. Así resolvemos", dice.
Nery y Lilibet explican que sus cubiertos son sus armas y que nunca van a dejar de cocinar porque es su manera de permanecer fieles a una Revolución con la que es imposible no desencantarse en ocasiones, en los días bajos, en las jornadas donde el camión llega medio vacío.
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Pero su trabajo es doblemente gratificante. Por un lado, alimentan espíritus de hueso y carne en crecimiento, aunque el mundo se empeñe en enseñar los anaqueles vacíos de los supermercados venezolanos en fotografías perfectamente encuadradas a propósito desde otras capitales.
La guerra de las que estas cocineras hablan es la que mantiene a Venezuela en una catarsis de incertidumbre. En un círculo no virtuoso de bloqueo económico que comenzó en 2015 con la doctrina Obama, que declaró al país caribeño como una "amenaza inusual y extraordinaria" para los EEUU, y empezó a materializarse en agosto de 2017 con las primeras sanciones de Donald Trump.
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El propio Departamento de Estado reconoció el pasado 24 de abril en un informe que apenas duró un día en su página web, que el Gobierno estadounidense ha aplicado 150 medidas coercitivas unilaterales contra Venezuela que atentan no solo contra funcionarios del Gobierno de Nicolás Maduro sino contra toda la sociedad civil y la cotidianidad de sus habitantes.
Precarizar la vida diaria es el objetivo de un bloqueo económico y financiero que según cifras oficiales del gobierno venezolano ha supuesto una pérdida de 130.000 millones de dólares entre 2015 y 2018. Dólares que el país utilizaría para comprar medicinas y alimentos como los que usan Nery y sus compañeras cada día.
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Hace 10 años, y hace siete también, antes de la bajada del precio del crudo, era más barato importar cualquier tipo de alimento que producirlo en Venezuela. Es la maldición del oro negro: el rentismo petrolero, los petrodólares, divisas obtenidas a un tipo de cambio preferencial para comerse el mundo ajeno y las propias entrañas.
No puede ni (re)financiarse, ni pagar su deuda, ni realizar transacciones de ningún tipo. Estar fuera del sistema significa morir sufriendo paulatinamente hasta exprimir la última gota de sangre negra y roja.
Hace unos días, la agencia de noticias Reuters anunciaba sanciones contra los CLAP (Comités Locales de Abastecimiento y Producción), el sistema de reparto de cajas de comida subsidiadas por el Gobierno que alimentan, mal que bien, a 6 millones de familias en Venezuela.
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El cable aseguraba que EEUU prepara "sanciones y cargos criminales contra funcionarios venezolanos y otros sospechosos de utilizar un programa de ayuda alimentaria administrado por el Ejército para lavar dinero para el gobierno del presidente Nicolás Maduro". No había fuentes concretas. Solo "fuentes familiarizadas con el asunto".
No sería el primer acoso a las cajas de alimentos. El pasado 19 de mayo, la dirección de los CLAP denunció que diez de los doce navíos que traen sus rubros al país también habían sido sancionados, así que lo que antes tardaba un mes en llegar, ahora puede tardar hasta más de tres meses.
Lo mismo ocurre con las transacciones internacionales que el Gobierno de Venezuela hace para pagar estos productos, la mayoría importados de México. Como no puede realizar pagos internacionales, las cuentas deben cancelarse a través de terceros, y lo que antes se ejecutaba en 20 días ahora puede tardar hasta 60. Bienvenidos a los juegos del hambre.
O no. Porque como dice Nery, "si no tenemos lo inventamos". "Si no llegan las hortalizas en el camión del Ministerio, las cultivamos, y los vecinos siempre ayudan. Nos traen comida, lo que pueden para que la cocina del Liceo no pare", cuenta.
Venezuela está cambiando rápido. Hay más productos venezolanos en las estanterías de los supermercados y probablemente también pasarán a ser mayoría en las cajas CLAP si se concretan las últimas amenazas para sancionarlas.
Los patios de las casas se aprovechan de otra manera. Si hay un pedazo de tierra sirve para cultivar cualquier cosa. Un conuco ya no agarra polvo. Las comunas, a la cabeza, aportan más del 10% de la producción total del país; y la dieta ha cambiado por la fuerza estacionalmente.
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Son tiempos de robo, crisis y saqueo donde el concepto de Patria también se reinventa, como los fogones de sus Cocineras, que no se apagan ni durante las vacaciones escolares, cuando los colegios permanecen abiertos para alimentar las bocas pensantes que gobernarán esta tierra rentista el día de mañana, aunque todavía no pregunten por ello.
Son bocas que no hablan de la guerra que viven aunque mastiquen caraotas sin azúcar, adaptándose a los nuevos tiempos como la canción de hielo y fuego.