En efecto, no hubo en el pasado siglo ningún cambio social trascendente que no fuera cortejado por prácticas culturales que buscaron amancebar el discurso político con la creación artística. Los resultados fueron dispares, como lo evidenciaron el 'realismo socialista' nacido de la Revolución rusa de 1917 y la crepuscular versión estalinista que supuso por años la política cultural de la Revolución cubana, sin olvidar la vindicación nacionalista del muralismo mexicano y la 'revolución cultural' impuesta a los chinos por Mao Zedong en los años 60.
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En nombre de esa pureza la ideología devino en estética y más de un creador pagó con el silencio y el ostracismo, o la cárcel y el exilio, la herejía de la disensión artística o ideológica (o ambas); en nombre de esa misma 'pureza', de 1966 a 1976 el líder de la Revolución china, Mao Zedong, encabezó un movimiento que buscaba erradicar de su país todo vestigio de cultura burguesa. Bajo el nombre oficial de 'Gran Revolución Cultural Proletaria' (otorgado en la XI sesión plenaria del VIII Comité Central del Partido Comunista), las autoridades chinas proscribieron todo arte que oliera a elitismo y cortaron de raíz la experimentación y la búsqueda de nuevas formas de expresiónartísticas —rebajadas a sinónimos de 'contrarrevolución' y 'capitalismo'— para potenciar así el desarrollo del marxismo.
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Porque, en esencia, ese fue el fin —en tanto conclusión— de todas las revoluciones del siglo XX: el dogma por encima de la heterodoxia que supone el cambio, la suplantación de la estética —y la ética— por la ideología única, el amordazamiento de todos los cauces de la libre expresión; porque, en esencia, ese es el fin —en tanto propósito— de todos los totalitarismos: el control ideológico a través del sometimiento de la Cultura, esa vieja dama contestataria, y en ocasiones travestida de arte, cuyo solo nombre hacía desenfundar su pistola a un jerarca nazi.
LA OPINIÓN DEL AUTOR NO COINCIDE NECESARIAMENTE CON LA DE SPUTNIK