El penúltimo ingrediente de este amargo cóctel lo ha protagonizado el presidente de la Generalitat, Carles Puigdemont, cuando dijo a la prensa internacional que no aceptará la inhabilitación de su cargo si así lo decidiera el Tribunal Constitucional, el máximo órgano judicial del país.
"Una inmensa mayoría del pueblo catalán quiere votar. Suspendiéndome o expulsándome de mi despacho, Madrid no va a anular esta voluntad. No existe un poder suficientemente fuerte para cerrar el gran colegio electoral que será Cataluña el 1 de octubre", añadió Puigdemont en una entrevista de dos páginas publicada en el diario francés Le Figaro. También subrayó que ignorarán una sentencia del citado tribunal que suspendiera los preparativos del referéndum.
La reacción del poder central, encabezado por el conservador Partido Popular (PP) de Mariano Rajoy, a estas palabras no se movió ni un ápice de la línea habitual, es decir, declarar ilegal la consulta y estar preparado, si fuera preciso, para actuar con la contundencia de la ley.
Nadie en el extranjero comparte en público los puntos de vista de Puigdemont y compañía. Y en varias ocasiones, el Ejecutivo de la Unión Europea ha dejado claro que, si Cataluña abandonara unilateralmente España, eso supondría su automática expulsión del club comunitario y, consecuentemente, tendría que ponerse a la cola detrás de aquellos Estados que quieren entrar como nuevos socios.
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El uso del Ejército o de la fuerza pública les podría dar alas en el exterior. En cualquier escenario, Rajoy tiene un buen abanico de posibilidades de actuación que pueden llegar incluso a la aplicación del artículo 155 de la actual Constitución, una disposición que le autoriza a "adoptar las medidas necesarias" para que Cataluña cumpla sus obligaciones, lo que incluiría la suspensión temporal de algunas competencias autonómicas.
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Pero, ¿cómo ha surgido este indudable sentimiento de ruptura? Hay fuertes sentimientos identitarios, lingüísticos y culturales sumados a importantes consideraciones económicas, pues Cataluña aporta casi el 20% del PIB de España. Gracias a un potente servicio de información subvencionado por la Generalitat, entre grandes bolsas de población catalana ha ido calando una versión deformada de la historia de Cataluña así como la frase propagandística de que 'Espanya ens roba' (España nos roba, en catalán). Ese eslogan sirvió de acicate para pedir primero la independencia fiscal y luego la política.
Esa fue la chispa desencadenante de una batalla en favor de la nación catalana, una lucha que paulatinamente se ha ido degenerando por obra y gracia de las intrigas políticas. De hecho, en 2014 los catalanes ya organizaron un referéndum consultivo que sólo sirvió para retorcer más el enfrentamiento hasta ahora verbal.
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La llegada a la Moncloa del PP en 2011 con mayoría absoluta en las Cortes no hizo más que complicar la enrevesada situación, porque sus dirigentes respondieron al desafío soberanista catalán con demasiada rigidez y ortodoxia, incapaces de fraguar una iniciativa que calmara la fiebre de los inconformistas.
LA OPINIÓN DEL AUTOR NO COINCIDE NECESARIAMENTE CON LA DE SPUTNIK