Según los expertos, cuatro son los puntos torales que debe cumplir toda prisión: por una parte, de cara a la sociedad, servir de escudo ante los delincuentes y actuar como elemento disuasorio ante quienes puedan sentirse tentados a violar la ley; por otra, la cárcel serviría asimismo para alejar al condenado del entorno que lo llevó a delinquir, así como procurar su reincorporación a esa misma sociedad que alguna vez los consideró una amenaza. Lo ocurrido en Topo Chico es un lamentable ejemplo de los males que entraña un sistema penitenciario en el que privar de la libertad a un individuo (proteger a la sociedad) se impone por sobre el resto de sus funciones.
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Con su sobrepoblación penal (de cinco a diez reclusos en una celda para dos), Topo Chico era cualquier cosa menos un Centro de Readaptación Social, el torpe eufemismo con el que se designan a México a las penitenciarías. La convivencia de detenidos por delitos menores con delincuentes de alta peligrosidad va a contramano del objetivo de reinserción social para el que también debe de servir una prisión, empeño cuyo éxito pasa por advertir en cada condenado un ser humano con una particular historia de vida, no una masa indiferenciada de personas sin rostros. Alguna vez escribí en estas mismas páginas lo que ahora reafirmo (me excuso por la autocita):
"[…] lo que esta sobrepoblación penal deja en evidencia es el rigor de un sistema judicial más preocupado por la imposición del castigo que por la procuración de justicia, por la condena del delincuente que por su readaptación social".
En efecto, al desamparo afectivo que todo encarcelamiento supone se añade la necesidad de imponerse en un entorno social donde dejar de ser vulnerable tiene un costo no sólo monetario, sino que implica además caer en un círculo vicioso en el que violar la ley vale más como garantía de sobrevivencia que la adopción de códigos de conducta socialmente respetables.
En "La jaula", un sarcástico cuento de ciencia ficción de 1957, el escritor británico Arthur Bertram Chandler narra la historia de un grupo de terrícolas que son aprehendidos por unos alienígenas tentaculados en un planeta virgen y recluidos en jaulas como seres inferiores. Por más que pretenden mostrarse ante sus estrambóticos captores como seres inteligentes, los humanos tan sólo reciben alimentos y agua para que sobrevivan.
Este sesgo perversamente racional fue el que afloró de modo trágico en el penal regiomontano de Topo Chico, esa vocación por imponer la fuerza antes que someterse a ella, de ser verdugo antes que víctima. De ahí que en esas condiciones la rehabilitación del condenado apenas si sea una quimera y la reincidencia delictiva arroje, en cambio, una abrumadora certeza; de ahí que las disputas por el poder al interior de los reclusorios resulten un mal endémico en ellos y la Muerte —como se demostrara ahora en Topo Chico, y antes en otros muchos penales de México- un fantasma atemporáneo al acecho de su agosto de sangre.
LA OPINIÓN DEL AUTOR NO COINCIDE NECESARIAMENTE CON LA DE SPUTNIK
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