Poco antes de las 6:00 de la mañana comienza a salir el sol en Quito y el frío continúa adentrando los huesos. Cada noche llegan más camiones con indígenas de todas las provincias de Ecuador que vienen a sumarse a la protesta y al paro nacional convocado para los primeros días de octubre. Más de 20.000 indígenas toman la capital; protestan contra la subida del precio del combustible. El centro de la ciudad es su trinchera de operaciones.
Karina Garzón es psicóloga y está trabajando de voluntaria en la zona de conflictos. Está desbordada. Como todos. Se levanta por la mañana y llega al Arbolito junto a otros compañeros de la organización sin ánimo de lucro "Árbol de la Vida".
"Esperábamos a 6.000 personas y han llegado más de 20.000", dice. "Los primeros días no sentía pasar el tiempo porque era todo el tiempo el que estaba allí. De sol a sol", resalta a Sputnik.
Lo que quizás no se ha contado en las crónicas de esta revuelta es el gran apoyo popular que el movimiento indígena ha tenido por un sector importante de la sociedad quiteña. Comida, útiles de aseo, transporte, dónde dormir; eran necesidades básicas que había que garantizar bajo presión.
"De repente llegaban 100 en la madrugada", cuenta Karina. "Y no tenían donde quedarse; entonces había que buscarles un lugar para dormir, cuadrar un transporte para dirigirles… Además, cuando les veían reunidos en grupos de más de cinco, la Policía les reprimía o les detenía".
Las universidades cercanas al Arbolito: la Salesiana, la Católica y la Central se convirtieron en zonas cero de acopio y descanso. "Todas las donaciones que nos llegaban las mandábamos a estos puntos y de ahí comenzábamos a repartir entre los grupos de las diferentes comunidades", relata la psicóloga, que asegura que el nivel de donaciones fue tan alto que acumularon víveres para mantener la revuelta un mes.
La guerra en Quito
Para Karina, lo más difícil fue "la guerra". "Nunca había visto nada a este nivel en Ecuador. Sabes que pueden matarte en cualquier momento y nadie va a decir nada. No había compasión, ni límites de DDHH, ni respeto. La Policía iba a matar y la gente a defenderse y no retroceder. Unos nos estábamos dejando la vida y a otros (la Policía) no le interesaba nada la vida de nadie".
El Ágora, punto neurálgico de debate, asambleas y reuniones del movimiento dentro del edificio de la Casa de la Cultura, en el mismo Parque del Arbolito, fue declarado zona de paz. Bajo esos parámetros, no podía ser atacado por las fuerzas de seguridad ecuatoriana. En el Ágora dormían mujeres, niños, ancianos y enfermos. La zona de paz no se respetó y varias noches fue atacada sin aviso por los militares y la Policía que hacía guardia sin descanso con sus armaduras de fuego prevenidas.
"Sufrimos varias emboscadas", dice Karina y las describe: "La policía lanzaba bombas lacrimógenas y había momentos en los que veía salir heridos cada cinco minutos y no podíamos hacer nada. Hacíamos cordones humanos para sacar a los niños a un sitio seguro y a las madres no les quedaba más remedio que soltarles y confiar en que iban a estar bien". La imagen en la memoria es terror.
La voluntaria está preocupada por los heridos. Según cifras oficiales, se ha atendido a 1.507 personas y muchas de ellas continúan en el Hospital Eugenio Espejo, que depende del Estado y donde nadie, salvo familiares directos de las víctimas, puede entrar ni salir bajo estrictos controles de seguridad.
Como psicóloga, su credencial médica le permite transitar los pasillos imposibles para el resto de la mediática. "Hay casos muy graves que van a quedar en el olvido y que nadie está atendiendo. Es gente muy humilde que no tiene recursos para costear los tratamientos que necesita. Entonces, ¿qué va a pasar con ellos y sus familias?", cuestiona, preocupada.
"Hay un señor que es vendedor, que tiene a 10 personas de su familia a su cargo y tiene las dos piernas rotas. Le contabilizaron 40 impactos de perdigones. Va a quedarse en el hospital al menos seis meses."
Otras varias decenas de personas están esperando prótesis para el rostro que quedó desfigurado por el impacto de las bombas lacrimógenas. La ortopedia cuesta más de 3.000 dólares.
En el Ágora también mataron a Inocencio Tucumbí, uno de los principales líderes indígenas que estaban participando en las protestas. Lo mataron los caballos de la Policía el día del gran paro nacional. Lo arrollaron, y el fotógrafo quiteño Juan Diego Montenegro presenció toda la secuencia, desmintiendo la versión inicial del Gobierno que aseguró que el dirigente había sufrido "una caída durante las manifestaciones".
"Mi trabajo es retratar los hechos. Siempre he tenido una afinidad hacia las luchas sociales y trato de usar la fotografía como herramienta de denuncia", observa a Sputnik Juan Diego, que ha permanecido día y noche junto al movimiento y ha sufrido el hostigamiento de los militares que llegaron a borrar parte de su trabajo, además de intimidarlo diciendo que sabían quién es y dónde trabaja.
El joven fotografió la muerte de Tucumbí y la agencia alemana para la que trabaja no quiso publicarla. Al día siguiente, los indígenas hicieron un velorio multitudinario en la Casa de la Cultura. Había varios medios internacionales, muy pocos ecuatorianos.
"La lucha es de todos porque todos somos ciudadanos parte de este Ecuador plurinacional y diverso", responde el fotógrafo, en entrevista con Sputnik, ante la pregunta: "¿por qué apoyas al movimiento indígena?".
"No podemos dejar de lado a la gente que nos alimenta, que nos sostiene como nación. Son nuestras raíces", agrega.
"Ya ha pasado en otros países como Grecia, Chipre, o mira ahora Argentina. Entraron en crisis y todavía siguen pagando la deuda externa. Van a venir recortes, menos trabajo y de peor calidad. Para mí, Ecuador ya no es un destino para vivir", evalúa.
"Lo que va a venir va a ser duro. Lenín Moreno ha demostrado que no tiene ningún tipo de reparo en encarcelar gente. Entonces, si piensas distinto, ¿qué haces aquí?", concluye Rodríguez.
Cuando escuchó que había un acuerdo con el FMI, a Andrea Moreno, actriz, quiteña, voluntaria; se le encendieron todas las alarmas y enseguida supo que participaría apoyando al movimiento indígena. La historia de su familia ha transcurrido siempre bajo relaciones muy estrechas con comunidades de los pueblos originarios de Cayembe, una localidad a unas dos horas de Quito.
Andrea participó en las marchas y también en lo que podía con la logística. Comenzó encargándose de la comida: "había gente que literalmente nos prestaba las cocinas de sus casas", cuenta. "Y hay que entender que la solidaridad fue espontánea. Nos fuimos organizando poco a poco y como buenamente pudimos", remarca en diálogo con Sputnik.
Según la voluntaria, en los comercios les preguntaban si lo que compraban era para los que estaban protestando. Ella respondía que sí y a cambio recibía un gran paquete con toda la mercancía disponible. Los tres primeros días fueron imposibles por la cantidad de donaciones que llegaban.
"Yo apoyé al movimiento indígena para terminar con el racismo y con el clasismo de una parte de la sociedad ecuatoriana", defiende la actriz quiteña y completa: "Me relaciono con personas, no con indios, mestizos o blancos; pero disfrutando mucho de la diversidad, de la interculturalidad. No planteo que somos iguales porque no lo somos, pero esa es la riqueza."
Ni Andrea, ni Karina, ni Juan Diego ni Rafael creen en este Gobierno. En lo que sí creen es que esta protesta no acaba aquí. Que habrá más porque todavía tiene que aprobarse un nuevo decreto a gusto de todos, y todavía Moreno debe cumplir. Y no solo con la sociedad ecuatoriana. Debe cumplir con ajustes fiscales para atender al FMI y pagar el crédito con el que se comprometió.
Ecuador, y más en concreto el pueblo indígena, tiene una historia evidenciada de lucha. Sabe cómo destronar presidentes del Palacio de Carondelet; y la última victoria ha sido innegable, aunque pausa una crisis estructural del entramado político del Gobierno. La tensa calma es ahora la reina de Ecuador hasta nuevo aviso sin tregua, ni perdón, ni olvido.