Es fácil distinguir a un peregrino: bastones, mochila, ropa impregnada en sudor y el móvil en la mano para determinar dónde está su cama. Salvo por los avances textiles y este detalle tecnológico, su aspecto apenas ha cambiado desde la Edad Media. Entonces, hace 11 siglos, se estableció el Camino de Santiago y decenas de personas se lanzaron a completar los diferentes senderos que llevaban hasta la catedral de la capital de Compostela, donde supuestamente se descubrieron los restos de Santiago El Mayor, uno de los discípulos de Jesucristo. Hasta la ciudad gallega, en la esquina noroeste de España, llegan visitantes nacionales e internacionales que han decidido completar algún tramo de la ruta, esparcida por toda Europa, por motivos religiosos o paganos.
Hay, a simple vista, más turistas que peregrinos. Y tampoco son demasiados. Lo justo para que la Rue de la Citadelle, arteria principal, mantenga cierta actividad en terrazas o bares y que sus murallas sirvan de fondo a selfis acelerados. "Vienen algunos, pero acaban aquí. Este año son pocos los que continúan hasta Santiago", explica desde una oficina de esa avenida Monique Aspirot, coordinadora de la asociación Los Amigos del Camino de los Pirineos Atlánticos, fundada en 1999. A sus 72 años, esta mujer y su marido Jean Louis, de 75, asesoran a los peregrinos y emiten la credencial para sellar las etapas logradas.
"Desde julio, cuando abrimos después de la pandemia, recibimos a franceses que caminan hasta aquí y se vuelven. Apenas vienen extranjeros o españoles", agrega esta veterana, procedente de San Juan de Luz y residente en Biarritz.
La "logística" y el "miedo" causados por el coronavirus, que en España ha provocado 28.500 muertos y en Francia unos 30.500, ahuyentan a los interesados. "Más que contagiarse, muchos temen que les cierren las fronteras, que no haya alojamiento donde lleguen… Las consultas que más atendemos son esas", resume Aspirot. Lógico: países como Estados Unidos, Japón, Nueva Zelanda o Canadá, que nutrían de viajeros la zona, han recomendado no volar a España. Y otros más cercanos y también habituales como Italia o Reino Unido imponen cuarentenas a quienes pisen la península ibérica.

Según el registro de su oficina, en julio han pasado 1.071 peregrinos, cuando "lo normal" es que estos meses de verano la cifra diaria oscilara entre 400 y 450. Ni en este local, donde en lugar de cinco voluntarias solo hay dos, ni en el albergue municipal, que ofrece camas por 10 euros entre botes de gel desinfectante, hay rastro de paseantes. "Además, alcanzamos las 114 nacionalidades en 2019. Ahora casi todos son de Europa", agrega, "aunque acabamos de tener a dos coreanos".

Quizás son Kay y Yonaf, de 23 y 29 años respectivamente. Cargados con refrescos y bollería, reposan tres días después en la entrada del albergue Jesús y María de Pamplona. "Hay muy poca gente", comentan en un parco inglés. Otros años, sus compatriotas se contaban en miles. "Es muy popular allí", dicen a media tarde, después de recorrer los 20 kilómetros que separan a la capital navarra del municipio de Zubiri. Justo en ese momento les acompañan Javier Zúñiga e Íñigo Zapirain, dos amigos donostiarras de 27 y 20 años. Llegan en bicicleta desde San Juan Pie de Puerto. Acaban de completar los 70 kilómetros de distancia en unas diez horas.
"Pensábamos que el COVID nos iba a beneficiar, porque habría menos gente", apuntan soltando las alforjas en el vestíbulo, "pero también nos ha perjudicado: éramos cuatro personas y de las otros dos, una se ha echado atrás precisamente por eso".
A falta de un plan, estos vecinos de San Sebastián, en el País Vasco, prefirieron la aventura sobre ruedas. "No nos hemos cruzado con nadie. Sabemos que es más arriesgado, pero antes de quedarnos en casa, mejor divertirnos", comentan manoseándose la mascarilla. "Es más complicado y hay que acostumbrarse", apoya desde la recepción Alberto, un trabajador de la empresa Aspace, que gestiona el espacio. A las normas generales de distancia interpersonal o de higiene, se le suma la reducción de aforo y el cierre de la cocina. "Hemos pasado de 112 a 55 camas y aun así no se llena. Hoy, por ejemplo, tenemos 23 reservas", lamenta.
"Fatal. Muy mal", repite Natalia Esparza. La propietaria del Albergue de Pamplona dice que su negocio está en la cuerda floja: ha tenido que pasar de 24 a 12 camas y sigue la lona de "plazas libres". "Yo hago el agosto en San Fermín. Y durante el año lo completo con los peregrinos, pero este año nada de nada. Todo ha desaparecido", acusa. Abierto en 2015, su dueña marcó un récord de pernoctaciones en 2019. Ahora no sabe cómo va a "subsistir". "Estoy desesperada", confiesa a sus 55 años. Richard Etxeberría, regente de una céntrica tienda de souvenirs, coincide con ella: "No se está trabajando igual ni por asomo".

"En junio parece que hubo un pico, porque como habíamos estado cerrados, daba esa sensación, pero ahora está muy flojo", responde con una sonrisa. Nacido en una ciudad de Australia debido a la migración de los 70, Etxeberría incluso compró mascarillas con motivos jacobeos. Las vende a cinco euros. "Espero que remonte", alega quien "sobrevive" con este local a pocos metros de la calle Estafeta, conocida por las imágenes de los encierros de San Fermín: "El lastre principal es el alquiler. A ver cómo salimos de esta", zanja Etxebarría, al que le envuelve "mucha incertidumbre".
Y no parece que vaya a mejorar. En la web Editorial Buen Camino contabilizaron de forma aproximada 347.511 a lo largo de 2019. Y, aunque anuncian las novedades legislativas y la situación actual, este año aún no tienen estadísticas. "La primavera y el otoño son un aliciente, porque no hace tanto calor. Pero este año se canceló la primera y no sabemos cómo irá la próxima estación", señala Jon Martínez, uno de los responsables la oficina de Información Turística de Navarra. "Hay muy pocos y nos preguntan por si hay problemas en medios de transporte o alojamientos. Y es que algunas líneas de autobuses que reforzaban el servicio ahora no tienen trayectos", aduce. "Notamos que se ha troceado, que a lo mejor la gente lo hace por tramos o elige algunos menos transitados, porque no saben qué va a pasar al día siguiente", concluye.

Justo la jornada anterior, 17 de agosto, entró en vigor la emergencia sanitaria decretada por el Gobierno Vasco y endureció las reglas contra la expansión del coronavirus, limitando las reuniones o prohibiendo el botellón. Y en el resto de provincias se aventura cada pocas horas con medidas excepcionales debido al progresivo aumento de contagios. Al golpe sufrido en el pasado se le añade la inquietud del presente. "Es todo muy impredecible. Yo cerré el plan hace una semana y cada mañana pienso que a lo mejor me toca volver a Madrid", arguye Juan Simoes, de 25 años. "No me he cruzado con nadie en dos días, desde que salí de San Juan Pie de Puerto, y dudo que mejore en lo que me queda hasta Santiago", cavila sudoroso, hincando sus bastones en la acera y mezclándose entre peatones que le reconocen fácilmente como un excepcional peregrino.