"Dime lo que ha pasado", inquiere uno de los cuatro policías que han bajado de dos coches oficiales. "Nada, una discusión sin importancia", contesta Dani, un chico canario de 27 años. Le preguntan a él, sabiendo que suele cooperar. Los otros cinco compañeros intentan escabullirse. Entre ellos, el aludido: minutos antes se ha enzarzado con una chica en una bronca que casi acaba en pelea. Ha habido gritos, intentos de agresión y un desenlace pacífico. Por eso han llegado los agentes. Seguramente avisados por algún testigo.
Casi todos han pasado por el pabellón 14 de Ifema, el recinto ferial que la Comunidad de Madrid habilitó durante la pandemia de coronavirus y que cerró el pasado 31 de mayo. Antes, la administración y otras asociaciones habían sondeado la situación de los 150 alojados para saber dónde irían después. Dependiendo de sus recursos, se planteaba la posibilidad de darles cobijo en una red de centros municipales. Ellos, sin embargo, prefieren esto a trasladarse a otro espacio.
"Se está mejor en un banco de la calle que en un albergue. Allí hay muchos problemas", cuenta Dani. Este joven moteado por tatuajes y un piercing recién hecho en la nariz salió hace un mes y medio de la cárcel. Desde entonces, batalla en el asfalto por encontrar un sitio donde dormir.
"Fui a Ifema, pero salí a la semana. Eso estaba fatal: había peloteras, robos… Te daban comida y techo, pero habría que organizarlo un poco mejor, porque se mezcló a todo el mundo y había adictos que la liaban", relata.
Mientras, desdobla la sentencia por la que pasó cuatro meses y medio en Soto del Real, prisión al norte de Madrid: "Tuve una pelea y me acusaron de robo y agresión. Pedían seis años, imagínate, y solo le hice un corte en el labio", se defiende, blandiendo la hoja rasgada que ha sacado de la cartera. Con experiencia en hostelería, el joven cuenta, además, que no pretende estar mucho fuera: "Mañana empiezo a trabajar de rider", asegura, señalando su móvil. Los demás siguen a lo suyo y se niegan a relatar lo que han vivido estos meses desde que se decretó el estado de alarma (iniciado el 14 de marzo y aún vigente) y el coronavirus fue sumando contagios y fallecidos.
El punto donde se encuentran es uno de los más concurridos de Madrid. A los mendigos se unen vendedores ambulantes de droga o algún transeúnte con ganas de mojar la garganta con alcohol. Generalmente, la plaza se presta al jolgorio de las terrazas, de los niños en los columpios y de este contingente de sintecho gastando las horas entre latas de cerveza y cartones de vino. El mediodía que inaugura junio, sin embargo, luce como un erial. Y lo mismo ocurre en otros enclaves parecidos. Ni siquiera la plaza Mayor, con sus pasadizos ocupados por colchones, sirve de reposo a los sintecho.
Y Raúl Torres, coordinador de Ifema y miembro de Grupo 5, la empresa que lo gestionaba, calculaba en declaraciones al diario El País que el albergue se componía de un 60% de usuarios extranjeros (principalmente latinoamericanos, magrebíes o de países de Europa del Este) y de un 40% de españoles, aunque muchos estaban sin empadronar en la ciudad. El consistorio adelantó, además, que se mantendrían abiertas las 524 plazas de la Campaña de frío (contando las 384 que están 24 horas, 50 pensiones, 60 apartamentos y 30 específicas para mujeres). Aunque algunos grupos de la oposición han criticado que es un número inflado y que muchas de estas estancias aún no están disponibles.
El jefe del Samur Social añadía en el artículo citado que hasta hacía poco "vivían de la economía sumergida o de subsistencia. Vendían clínex, se dedicaban a la chatarra o aparcaban coches" y que muchos esperaban a la nueva normalidad para poder sacar algo de dinero.
La esperaba, por ejemplo, Radi, marroquí de 34 años. Con la progresiva apertura de comercios tiene más opciones de volver a trabajar como cocinero. Esta tarde, sin ir más lejos, le han llamado para ir a fregar platos en un local de kebabs. Le pagan 10 euros y no duda ni un segundo: "No me queda nada. Ni un céntimo", justifica. Hará lo que le pidan para poder comprarse tabaco o comida antes de tumbarse en la plaza de las Salesas. Allí se siente más seguro, porque "está la Audiencia Nacional y siempre hay policía".
De nada les sirve a Radi y los otros cuatro sintecho que han transformado la dársena en un pequeño cuarto, con maletas y cartones apilados.
"En Ifema teníamos baños, bicicletas estáticas y una biblioteca, pero era un desastre. Los trabajadores, que se turnaban de día y noche en grupos de 14 personas, eran maravillosos, pero la gente…", protesta uno de ellos, varón de 57 años que pide anonimato.
Lleva dos años y medio en la calle y lo prefiere a un albergue. "Hay muchos problemas. Yo le he dicho al Samur Social que me meto en una habitación que cueste poco, pero no en un centro. La última vez que trabajé, de conserje, me dieron un pisito en el edificio. Si no, es imposible: son carísimos", argumenta quien asegura haber trabajado 30 años y tener una prestación de unos 400 euros. Hasta que le surja la ocasión, seguirá aquí, colonizando el asfalto y buscando "cualquier cosa" que le permita costearse un alojamiento.