El edificio está bautizado como Partenón. No es el olimpo de los dioses, pero ha sido testigo de miles de leyendas juveniles. Por sus estancias han pasado grupos de escolares o campamentos de todas las edades desde hace más de medio siglo. Descansaban las jornadas entre campos de fútbol, una pista de frontón o bancos de piedra escoltados por pinos.
Han llegado a estas instalaciones rodeadas de naturaleza a través de Cruz Roja. Esta entidad, en coordinación con la Comunidad de Madrid, las dirige como un proyecto –lo que ellos llaman recurso- nuevo. A los que tenían en otros puntos de la provincia se han tenido que sumar tres más: un hostal en el centro, destinado a familias; un hotel equipado como un hospital en el norte, para pacientes de COVID-19; y este, a 70 kilómetros de la ciudad y en una población de unos 4.500 habitantes.
Aquí se hospedan hasta 61 usuarios, tal y como les denominan. Son algunos afectados por un virus que les ha dejado sin trabajo, sin casa o sin gente que soltara una limosna. A la tragedia de 24.000 fallecidos y más de 213.000 contagiados por el virus se le añade la de los golpeados económicamente. "El centro se abre debido a la alerta sanitaria. Lo tuvimos que hacer de un día para otro", advierte Loizna El-Bohdidi, trabajadora social con más de 20 años de experiencia que ejerce de coordinadora.
"La mayoría lo ve como algo circunstancial", indica la coordinadora en medio de un salón que se utilizaba de comedor: ahora hay cuatro trabajadoras (de un total de 18, más 18 voluntarios, que se turnan las 24 horas) frente a sendos ordenadores y pantallas de plástico las protegen de los usuarios que necesiten ayuda. "Recurren a nosotras para trámites burocráticos o ver posibilidades de alojamiento o empleo", explica El-Bohdidi.
Una vez son asistidos por Cruz Roja y derivados a este centro de Los Molinos, los afectados tienen tres comidas, una litera y hasta una biblioteca donde antes se encontraba el oratorio. "La manutención la tienen cubierta. Aparte hay unas taquillas y se les da ropa nueva que hemos comprado o nos han donado", comenta la responsable en medio de un cuarto sin colchones: el esqueleto que han dejado al aire sirve de estantería para material de limpieza o vestimenta.
Todo está controlado. Existe un horario de varios folios que cuelga en la puerta de la entrada. El desayuno se sirve de 8.15 a 9.30. La comida, a las dos. Y la cena, hacia las nueve. Salvo los musulmanes: "Están de Ramadán y tenemos que adaptar las rutinas", expone El-Bohdidi, originaria de Marruecos.
"Se levantan a las siete y media de la mañana y tienen el día marcado. Por ejemplo, para hacer tareas de fuera, como ir al banco o al estanco, hay turnos muy definidos", detalla la coordinadora, que también incide en que antes de entrar firman un documento que les obliga a cumplir códigos de conducta. "No suele haber problemas, pero la convivencia es difícil", justifica.
Alguna trifulca ha habido. Y alguna expulsión después de apercibirles según la gravedad de sus actos. Pero lo normal es que las jornadas discurran de forma apacible, dentro de la excepcionalidad. "Cuidamos los bienes inmuebles y que no haya consumo de estupefacientes", apunta Alberto Ramos, uno de los guardias de seguridad que custodia el recinto. En estos momentos, varios de los albergados se arremolinan en torno a una televisión que pusieron al llegar. Antes solo había un armario de madera antigua. Una tertulia ameniza los momentos antes de la comida, que tomarán por separado, en mesas que han quedado reducidas a dos plazas para mantener la distancia social.
Se arranca Antonio Rey, de 45 años. Acaba de volver de hacerse el documento de identidad y le han tenido que pagar dos euros de la foto. "Llevo cinco meses sin un duro", lamenta. Siempre ha trabajado de jornalero, cerrajero o cualquier cosa que saliera. De una habitación que alquilaba se fue a una casa ocupada y de ahí a este albergue. "Se portan conmigo demasiado bien", valora quien nunca se había visto así: "He tenido que recurrir a esto y comedores sociales por primera vez. Menos mal que tenemos un Estado muy bueno".
Jesús Blasco, a sus 53 años, se vio dos días en la calle después de toda una vida cotizando. "Nunca había sufrido una crisis: siempre he estado pilotando", afirma. "Nos están cuidando una barbaridad, aunque haya gente que se queje porque no sabe apreciar el trabajo", se despide frente Redvan. Este hombre de 38 años procedente de Nador, en Marruecos, dormía en la nave de ropa en la que trabajaba para exportar a su país de nacimiento. "Mi jefe se fue allí y cerraron las fronteras. Me quedé fuera y sin trabajo", resume.
Irena, búlgara de 49 años, se presta dubitativa. Ella estaba en el hospital por bronquitis. Al terminar el ingreso, sus compañeros de piso temían que saliera con coronavirus. Y pidió ayuda, como había hecho a lo largo de los 17 años que lleva en España:
"Hay momento malos y buenos. Lo importante es que seguimos vivos", espeta, sin plantearse el futuro: "La vida es una lucha y, si no luchas, ¿qué esperas?", pregunta.
Ese interrogante es el que se hace, sin respuesta, Loizna El-Bohdidi. "No se puede prever nada", concede, "lo que sí notamos es poco optimismo. Pensamos que vamos a tener que trabajar mucho y que va a haber muchas familias sin nada. El tipo de sintecho ha cambiado". A la coordinadora, acostumbrada a lidiar con panoramas complicados, el coronavirus la ha sorprendido. "Empezábamos a ver un poco de mejoría. Algunas personas que llevaban arrastrando la renta mínima de la crisis de 2008 lograba algún contrato temporal o de media jornada. Y ahora esto: estamos viendo a mucha gente que nunca había necesitado a los servicios sociales", reflexiona ante este Partenón, que no es un altar divino, pero impide la caída al averno.