"El Gobierno dio una respuesta tardía de más de dos meses", dijo a Sputnik la indígena Murui Ángela López-Urrego, miembro de la Asociación Tejiendo Amazonas Tejama. "Lo que están haciendo en este momento, la rigurosidad que están teniendo en la frontera, debieron haberla tenido desde principios de abril", agregó.
Leticia tiene 35 veces más casos de COVID-19 que Bogotá por número de habitantes. Según las cifras del monitoreo del 18 de mayo de la Organización Nacional Indígena de Colombia (ONIC), al menos 222 indígenas se han contagiado y por lo menos siete han muerto por COVID-19. Sin embargo, López-Urrego advierte que muchos casos no han sido identificados.
"Las familias indígenas de la zona urbana son las más afectadas, ya que más del 97% de los casos están concentrados en la ciudad. Parte de los indígenas ha sido atendida en el hospital, muchos han llamado a las líneas de atención y no han sido atendidos; otros han muerto esperando la ambulancia en las casas, otros esperando que los trasladen en un avión ambulancia", señaló.
En ese entonces aún prevalecía en la población "cierta sensación de que al estar tan aislados, en el medio de la selva, y tener cierto aislamiento natural de los principales centros urbanos, nos íbamos a proteger de esta crisis, de la pandemia", contó López-Urrego. "Lamentablemente por la falta de atención del Gobierno brasileño y la falta de medidas, el virus fue llegando, principalmente por todas las poblaciones ubicadas sobre el Río Amazonas", agregó.
El 20 de abril, cuando ya había cuatro casos, el personal médico del hospital renunció masivamente. Al menos 30 profesionales de la salud denunciaron que no contaban los con elementos de protección personal necesarios para atender a los pacientes con COVID-19.
Cristian Bolívar, uno de sus hijos, dijo al periódico colombiano El Tiempo que su padre, de 75 años, cuando enfermó tuvo que esperar tres horas a que llegara la ambulancia y ni en el hospital San Rafael ni en la Clínica Leticia lo querían atender. "Cuando llegamos a la Clínica Leticia a mi papá tampoco lo bajaron de la ambulancia. Allí esperamos que lo atendieran. Un médico salió, con su celular en la mano, enojado y pidiendo explicaciones de por qué lo remitieron del hospital, cuando ellos tenían que atenderlo, era su obligación", contó el hijo.
"Este abuelo era una de nuestras bases espirituales, fue muy, muy duro haberlo perdido, y aún peor en laa condiciones en las que falleció", reconoció López-Urrego.
Al poco tiempo de conocerse la noticia, la Superintendencia de Salud de Colombia, que supervisa a los prestadores de salud del país, intervino el hospital por no garantizar la atención a los usuarios; se removió del cargo al gerente y se nombró un Agente Especial Interventor. El ministro de Salud, Fernando Ruiz, se hizo presente en el lugar el fin de semana del 2 y 3 de mayo; consigo llevó a unos 1.000 militares.
"Una respuesta tardía", opinó López-Urrego. "Sorprende mucho. Uno ve a estos militares sumamente equipados mientras la gente está sin tapabocas y sin elementos de bioseguridad. Los que están al frente atendiendo a los enfermos no tienen los suficientes elementos, muchas organizaciones están consiguiendo donaciones para estas personas", agregó.
El relator especial de las Naciones Unidas sobre los derechos de los pueblos indígenas, José Francisco Calí Tzay, advirtió que los estados de emergencia exacerban la marginación de las comunidades indígenas y que, en las situaciones más extremas, dan pie a la militarización de sus territorios y a otros atropellos de sus derechos.
La tragedia de Leticia no sólo hizo colapsar al sistema de salud, sino que también a los cementerios, donde ya no hay espacio para enterrar más muertos.
"Hoy una persona me dijo que era aburrido hablar del COVID-19, que no debíamos exagerar. Quienes no viven aquí, no saben. Todos los días que visito familias indígenas veo en las condiciones que están, que casi no me pueden hablar del dolor en el pecho que tienen... ¿Qué grado de aburrimiento puede tener eso para alguien?", se preguntó López-Urrego.