El COVID-19 ha destrozado el sueño de un gobierno mundial. A la hora de responder a la batalla contra la enfermedad, las organizaciones como la ONU, la OMC, el G-7, el G-20, la UE o cualquier otro acrónimo que designe a organismos internacionales han sido dejadas de lado para dar paso a las banderas nacionales y a la búsqueda de remedios desempolvando pasaportes y llamadas a la soberanía.
"Dejar nuestra alimentación, nuestra protección, nuestra capacidad sanitaria, nuestro modo de vida, en suma, en manos de otros, es una locura". Quien así se expresa es el presidente francés, Emmanuel Macron, uno de los principales adalides del mundo abierto y globalizado, del movimiento permanente y sin fronteras, de las sociedades sin cultura propia. Nadie puede ahora estar en contra de sus palabras, pero han sido necesarios miles de muertos para repensar la vía que parecía inexorable hasta hace solo dos meses.
Producir en la nación
"Reducir la dependencia y producir en suelo nacional". "Sin soberanía tecnológica no existe la soberanía política". Son algunos de los lemas que se pueden escuchar ahora de labios de líderes de algunos países europeos, que un día decidieron que la industrialización formaba ya parte de la historia del siglo XX.
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Deslocalizar fue la política a la moda durante más de una década. Cerrar industrias y trasladar la producción a países con mano de obra más barata y —en la mayoría de los casos, sin las exigencias sindicales y sociales requeridas en los países de origen dan como resultado que en la Europa, que se considera potencia mundial, los medicamentos, los respiradores, los tapabocas o el gel desinfectante están fabricados a miles de kilómetros y hay que recurrir al atraco, a la requisición, o a las mafias para frenar el número de muertos nacionales.
Desglobalizar y relocalizar
La fiesta del librecambismo, haciendo abstracción de las diferentes normas de producción, sanitarias o higiénicas, ha recibido un severo choque que implica el retorno a la nación, a valorar lo local y a la importancia de la soberanía.
El consumidor europeo deberá también darse cuenta de que, si quiere volver a consumir productos "made in su país", deberá pagar más por ello. Mantener el Estado Providencia es caro y la responsabilidad no es solo de políticos y empresarios.
"El nacionalismo es la guerra", manifestó en su día el expresidente francés François Mitterrand.
Algunos siguen interpretando esas palabras, pronunciadas en pleno acercamiento francoalemán y, por lo tanto, aplicadas a un contexto concreto, como una vacuna contra los sentimientos de orgullo y defensa de la historia, de la cultura y las raíces que consolidan una nación.
"Nacionalismo no es tribalismo", responde por su parte, el intelectual francés, Regis Debray, autor entre muchos libros de "Elogio de las fronteras". El "sinfronterismo" es la ideología que se incluye en el paquete de la globalización feliz, un elemento indispensable para permitir el paso de personas y, especialmente, de mercancías en un mundo uniforme y sin pasado.
El nacionalismo farmacéutico y sanitario es solo una de las consecuencias de la renuncia a la soberanía. La victoria de Donald Trump, el Brexit, los llamados populismos de izquierda o derecha que se instalan en el poder en Europa eran ya advertencias para una doctrina de apertura de mercados que no quería imaginar las consecuencias.
✒️ FIRMAS por Luis Rivas
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🇮🇹 La primera ayuda exterior para Italia en la lucha contra el COVID-19 ha llegado de China, y no de sus vecinos continentales. La UE naufraga en la crisis y estalla en 27 maneras de decir 'sálvese quien pueda'. 🇪🇺
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La multiplicación de desempleados se justificaba como paso inevitable de la transformación hacia un mundo nuevo, donde los trabajos que se perdían en la industria serían compensados por los creados por las nuevas tecnologías. Pero la cifra de desaparecidos por a causa del COVID-19 es más difícil de aceptar. Y los muertos no son reemplazables por robots.