El Gobierno encabezado por el presidente Xi Jinping ha combatido con fiereza y ha ganado (por ahora) en una lucha sin cuartel y contrarreloj, después de que el primer brote de COVID-19 surgiera en la ciudad de Wuhan, capital de la región de Hubei, el pasado 23 de enero. Decretó el confinamiento prácticamente total en el epicentro de la entonces epidemia —ya pandemia tras la declaración oficial de la Organización Mundial de la Salud (OMS)—. Ahora, cuando se han reducido considerablemente el número de nuevos contagios, Pekín está autorizando en Wuhan, tras dos meses de aislamiento, un levantamiento parcial de las draconianas restricciones de movimiento.
En Wuhan, una ciudad de 11 millones de habitantes, las autoridades están permitiendo que aquellas personas sin fiebre, con código verde QR de salud —libre del virus— y un certificado de su empleador, puedan salir de sus complejos residenciales para acudir a trabajar. Allí en Wuhan el aislamiento fue total durante 60 días. Se desactivará gradualmente en abril. Nadie podía salir a comprar ni alimentos ni medicinas que eran abastecidos desde el exterior gracias a las organizaciones vecinales.
Es cierto que, al principio de la crisis, las autoridades chinas no abordaron con rapidez ni transparencia la amenaza pesada pero invisible que se les venía encima. Pero luego, conscientes de la gravedad de la situación, enmendaron el error, levantaron dos hospitales en 10 días y aplacaron el número de casos con extraordinarias medidas de contención y un poderoso aparato de control empleando tecnología avanzada. Para ello ha hecho falta muchas dosis de disciplina y organización.
Europa se enfrentará más pronto que tarde a un reto existencial: realinearse o reforzar su creciente intrascendencia en materia de política exterior.
El Viejo Continente, como siempre, anda dividido, casi roto. Los líderes de nueve países comunitarios (España, Francia, Italia, Grecia, Irlanda, Bélgica, Luxemburgo, Eslovenia y Portugal) han pedido colectivamente mediante una carta que la Unión Europea (UE) dé un paso valiente y acepte la introducción de eurobonos, es decir, que emita deuda común.
Estos nueve países representan la mitad de la población de la UE e incluyen a cuatro Estados fundadores. Sin embargo, Alemania y Países Bajos, mayormente, rechazan la idea de emitir deuda. Les horroriza compartir riesgos. Para Berlín es más importante la innovación que la solidaridad. "La discusión sobre los eurobonos es un debate fantasma", declaraba muy seguro de sí mismo el ministro alemán de Economía, Peter Altmaier, entrevistado por el diario Handelsblatt.
El Viejo Continente se enfrenta a un reto descomunal y adolece de la suficiente unidad de acción porque la sanidad está fuera de las competencias de Bruselas, cuyos funcionarios asisten, entre atónitos e impotentes, a la batalla de reproches y la falta de solidaridad de algunos estados miembros. Mientras tanto, a Italia llegaba equipamiento de procedencia rusa o a España cargamentos de mascarillas chinas.
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— Sputnik Mundo (@SputnikMundo) March 23, 2020
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Si en la Europa compartimentada las estrategias están a veces enfrentadas, en Estados Unidos las respuestas han sido incluso más terribles. La venta de munición se ha disparado allí y se han visto colas en armerías de California puesto que la gente piensa que pueden desatarse saqueos de propiedad si la situación se agrava más. Sin comentarios.
Por otro lado, Pekín y Moscú mantienen unas excelentes relaciones bilaterales, un elemento que será esencial en el nuevo escenario mundial que se avecina y que parece inevitable. Rusia es el país que más veces ha visitado Xi desde que llegó al poder en 2012. Y a menudo él se refiere a Vladímir Putin como un "viejo" y "buen" amigo. Esa interacción inquieta y mucho a la Casa Blanca y al Pentágono.
En definitiva, la pandemia puede convertirse en el catalizador del auge chino para este siglo XXI, un periodo que presumiblemente estará dominado por la inteligencia artificial, la industria espacial y la biotecnología.