La gente quiere pensar que este país latinoamericano, envidia de sus vecinos, no se hundirá en el abismo y que volverá la cordura, pero ni las medidas sociales, ni la propuesta de aprobar una nueva Constitución, han conseguido detener la agitación pública ni los actos de violencia.
Los intercambios comerciales caen en picado. También los culturales. Todo se paraliza. Los capitales internacionales se lo van a pensar muy mucho en continuar o regresar. La ola de saqueos intermitentes se prolonga por más de un mes, lo que, junto a la debilidad de todas sus instituciones, se traduce en una valoración muy negativa del país. El daño a la economía chilena es muy grave y lo pagarán los sectores sociales menos favorecidos, es decir, los pobres.
Como apunta el periodista hispano-chileno John Müller, lo que está ocurriendo "no tiene precedentes en la historia y probablemente no tiene precedentes en ningún otro movimiento, Más que una cosa del pasado es una versión del futuro".
Müller califica los hechos de "insurrección 2.0", donde se aprecian al menos tres elementos: una capacidad de organización y gestión de la violencia muy perfilada, la ausencia de ley o anomia sustentada en la falta de respeto a la autoridad y una sobreexposición mediática, especialmente en la cobertura de televisión.
Piñera es el más perjudicado. Está absolutamente sobrepasado por los acontecimientos. Debilitado y desnortado. Y no deja de sufrir las presiones de los sectores más duros derechistas que le piden que se eche al monte y aplique mano dura.
El jefe del Estado intenta que el Congreso acepte un decreto que endurezca las penas para los delitos de saqueo y permita al Ejército proteger las infraestructuras críticas, es decir, esenciales, como las centrales eléctricas o los hospitales. En el fondo está evadiendo su propia responsabilidad al señalar que la forma de combatir legalmente la violencia corresponde al poder legislativo, como si él no tuviera suficientes facultades para hacerlo. Esa pérdida de un tiempo precioso lo está descomponiendo todo, dejando por los suelos la buena imagen de Chile. El presidente no ha atacado el problema de fondo —la desigualdad social— y no actuado ni bien ni rápido. Se durmió en los laureles.
Seis reformas constitucionales que cambiaron a América Latina https://t.co/LPnnFv950E
— Sputnik Mundo (@SputnikMundo) November 15, 2019
A la lenta reacción político-institucional se ha sumado la brutal actuación de los Carabineros, acusados de graves violaciones de los derechos humanos a la hora de sofocar las protestas. La Justicia investiga las muertes de 26 manifestantes, cinco de ellas fruto de la participación de los agentes del Estado. Las fuerzas policiales chilenas tienen métodos de trabajo que no sólo son muy duros sino también bastante anticuados: los perdigones que disparan contra los manifestantes más revoltosos ya no se utilizan en los principales países de Europa. En las algaradas de Cataluña, por ejemplo, se han estado empleando balines de goma para disolver a los más violentos. Ahora los carabineros chilenos o pacos, como les llaman popularmente, han optado por una inacción voluntaria, que roza la negligencia, para evitar ser denunciados, pero eso mantiene la crispación, la inseguridad y el vandalismo en los barrios periféricos santiagueños de La Cisterna, La Pintana o Quilicura.
El Ejército no se mueve pero podría cambiar de idea si esta anarquía no cesa. Si continúan los excesos se abriría paso el fascismo nostálgico pinochetista, que desgraciadamente no ha desaparecido del todo de la sociedad chilena.