Para llevarlo a cabo, el investigador del Jardín Botánico de Chicago, Paul CaraDonna, ideó un experimento. Los sujetos experimentales fueron las abejas de la especie Osmia ribifloris que, a diferencia de las abejas normales, son solitarias.
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En su hábitat natural, estas abejas abren unos agujeros en troncos de árboles o encuentran cobijo entre las rocas. Así que los científicos tallaron en varias barras de madera unas 'casitas' para estas abejas.
Puesto que la teoría principal de los autores del estudio considera que las abejas se están extinguiendo debido a un aumento de la temperatura ambiental, los investigadores manipularon únicamente esta variable.
A lo largo de dos años, los científicos evaluaron el estado de las abejas y llegaron a la conclusión de que una elevada temperatura tenía efectos perniciosos sobre ellas.
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Así, las abejas que habitaban en las casitas negras tuvieron un índice de mortalidad superior entre un 30% y un 75%. Al mismo tiempo, apenas hubo mortalidad entre las abejas que vivían en las casetas más frías.
Además, acumularon menos reservas de grasa y una menor masa corporal. Debido a ello, sus habilidades físicas se vieron reducidas, afectando así a su supervivencia.
"Los efectos del incremento de la temperatura en un ambiente ya templado pueden ser especialmente fuertes, porque los organismos [de las abejas] parecen estar cerca de sus límites de seguridad térmica", concluyeron los autores del estudio.
La tolerancia de las abejas al calor adicional es limitada y, si las previsiones sobre el aumento de temperatura ambiental se cumplen, estos insectos podrían extinguirse.
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