Yo, cubana en México, no entendí a qué se referían. ¡Se va a vencer! ¿Qué? Que se va a caer. Que va a colapsar. Que hay que salir de ahí con la urgencia de ese grito.
El colegio Rébsamen, una escuela primaria ubicada en Coapa, Ciudad de México, colapsó. Luis Ángel se fue a ayudar hasta allá como pediatra que es. ¡Se va a vencer! El edificio iba a terminar de caerse. Todos corrieron hacia la calle.
Poco antes de llegar Luis Ángel, habían sacado al último niño. Después, durante una hora, no rescataron a ninguna persona, ni viva ni muerta. Antes, de los escombros habían salido 25 cuerpos.
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Medicina en tiempos de guerra
Después de la una de la madrugada, cuando comenzó a aliviarse el tráfico, empezaron a llegar más heridos a los hospitales de la Ciudad de México. Antes de esa hora las carreteras estaban congestionadas porque muchas personas huían de la capital: echaron sus cosas en una maleta y abandonaron los edificios donde vivían, pues todos, aunque no lo digan, tienen terror a que haya réplicas y a quedar sepultados en vida.
En los hospitales no alcanzó el material de curación, las soluciones (sueros), camillas, agua y alimentos para los médicos. No había dónde sentarse, estaban abarrotados. Entonces y ahora los hospitales han sido una tabla de salvación en medio del naufragio.
Terror de magnitud 7.1
Este 19 de septiembre ni siquiera se pudo activar la alarma sísmica a tiempo, precisamente por lo inesperado del epicentro a poca distancia. La alarma sísmica, ese bendito invento que nos da un minuto de vida. Un minuto que mientras la alarma suene, sabes que tienes 60 segundos para evacuar.
Pero no sonó un minuto antes, y todo se movió durante casi 180 segundos. La sacudida fue una sorpresa para todos, un balde de agua fría que te congela o te incita a correr.
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En el momento del terremoto, Luis Ángel estaba solo en su departamento. Creyó que moriría aplastado en el edificio de tres pisos donde vive. Esa ha sido la vez que más cerca ha estado de morir. Todo se caía, los cristales saltaban, las paredes crujían. Salió descalzo, se voló todos los peldaños de las escaleras, saltó directamente a cada espacio plano. Cayó sentado varias veces. Corrió y llegó a casa de sus tíos, pálido y con el terror en la mirada, ese terror de magnitud 7.1.
Así fue como llegó al colegio Rébsamen, dejó de lado sus miedos y dolores y se dedicó a rescatar niños. Cada niño muerto le duele en las entrañas. La Ciudad de México, toda, duele en las entrañas.
La Ciudad de México no durmió. Luis Ángel tampoco. El dolor de su cuerpo y de su tierra no le dejó descansar. Ahora, aún adolorido y espantado, se lava la cara y se va en busca de otros hospitales o zonas de derrumbe donde necesiten un pediatra. Va a meterse, otra vez, en el México profundo.