Con descendientes de ese pueblo inusual el presidente de Uruguay, Tabaré Vázquez, se reunirá en Moscú el 15 de febrero en el marco de su visita oficial a Rusia.
Tema: Rusia intensifica la cooperación bilateral con Uruguay
La localidad de casi 2.000 habitantes guarda mucho respeto por las tradiciones de sus ancestros, que atravesaron el océano Atlántico hace más de un siglo para comenzar de cero en un territorio que era todo campo.
A través de comidas, música y bailes los pobladores de San Javier, ubicado en el departamento de Río Negro, oeste de Uruguay, mantienen viva la cultura de sus abuelos y bisabuelos.
Aunque orgullosos de su herencia, los sanjavierinos construyeron en el curso de los últimos 100 años su propia identidad tras haber adoptado los hábitos del país sudamericano en el que viven.
A pesar de saber bailar la canción folclórica kalinka, la mayoría de los habitantes hoy en día toman mate en lugar de té y recuerdan solo un nivel muy básico de ruso.
Los descendientes de los inmigrantes rusos en Uruguay compartieron las historias de sus familias con Sputnik y contaron que el trágico destino de los primeros colonos, las numerosas trabas en su camino hacia tranquilidad y prosperidad y sobre todo la persecución por parte de la dictadura uruguaya (1973-1985) fueron razones por las que muchos prefirieron alejarse de sus raíces y olvidar el idioma de sus ancestros.
En búsqueda de una vida mejor
Las primeras 300 familias, que formaban parte del grupo religioso Nuevo Israel, llegaron a Uruguay junto con su profeta y autoritario líder espiritual Basilio Lubkov en mayo de 1913.
Los integrantes del movimiento, casi todos campesinos, abandonaron el imperio ruso para escapar de la opresión del zar Nicolás II.
Pero sus nietos cuentan que muchos siguieron "la misión divina" de Lubkov por otras razones.
"No entendían las ideas de Nuevo Israel porque eran analfabetos, pero Lubkov prometía tierras y buenas condiciones para trabajar en Uruguay, un país próspero y agradable con un clima suave", relata Olga Sanin, vicepresidenta del Centro Cultural Máximo Gorki en Montevideo y descendiente de los primeros habitantes de San Javier.
Cada semana durante un mes los rusos partían en grupos del puerto báltico de Libava (la moderna ciudad de Liepaja en el oeste de Letonia), cambiaban barcos en Londres y desde allí viajaban hasta Montevideo.
En la capital uruguaya los inmigrantes encontraban la primera decepción después de su travesía.
En vez de dirigirse directamente a las fértiles tierras, los recién llegados tenían que pasar meses de cuarentena en el así llamado Hotel de los Inmigrantes, que se parecía más bien a unas barracas con deplorables condiciones y falta de servicios higiénicos.
Solo a finales de julio las familias rusas fueron llevadas en barco hasta el Puerto Viejo sobre el río Uruguay, en cuyas cercanías se instalaron de forma permanente.
Sin embargo, el mayor desafío los esperaba en su destino final donde no había nada, solo campo.
Los colonos no estaban preparados para el clima húmedo y lluvioso del monte indígena cerrado.
"Para salvarse del frío, los primeros pobladores armaban trincheras donde colocaban colchones y abrigos, pero pese a esos esfuerzos, algunos niños y ancianos no sobrevivieron su primer invierno en Uruguay", cuenta Alejandro Sabelin, vicepresidente del Centro Cultural Máximo Gorki de San Javier, cuyos abuelos vinieron al país sudamericano en uno de los primeros barcos.
Solo gracias a la ayuda de algunos hacendados, que prestaban maquinaria y herramientas a los inmigrantes, la nueva comunidad levantó las isbás (viviendas rurales típicas en Rusia), construyó la primera escuela de chapa, empezó a ocuparse de la agricultura y luego introdujo la producción de aceite de girasol a Uruguay.
Identidad compartida
Los primeros colonos rusos no hablaban castellano y vivían aislados bajo el liderazgo de Lubkov, quien buscaba recrear el reino de Dios en la tierra, lo que complicaba enormemente su integración en la sociedad uruguaya.
Por su parte, los criollos se reían de su apariencia y costumbres.
"Los niños uruguayos me arrojaban piedras porque no estaban acostumbrados a ver menores de edad rubios y con ojos azules", recuerda Sara Subbotin, cuyos ancestros llegaron a Uruguay con las primeras olas de migración.
Con ese rechazo empezó la renuencia de los niños rusos a hablar su idioma, que además nunca se enseñó a nivel escolar en San Javier.
"El idioma empezó a perderse porque los padres sentían que sus hijos e hijas eran rechazados", cuenta Subbotin.
Una mayor integración comenzó a mediados de la década de 1920, cuando Lubkov volvió a Rusia junto con decenas de familias de sus seguidores tras una ola de descontento hacia él dentro de la comunidad.
Los que se quedaron en Uruguay pretendían abrirse más a las costumbres locales, mientras que nuevos inmigrantes rusos que llegaban huyendo de la revolución, traían ideas políticas, en vez de religiosas, con lo cual el pueblo inmigrante se convertía cada vez más en laico e integrado.
No obstante, los colonos buscaban formas para mantener vínculos con su madre patria.
Así, para perpetuar costumbres de los primeros pobladores, se fundó en 1945 el Centro Cultural Máximo Gorki de San Javier, una sucursal del que ya existía en Montevideo.
"Cada año se celebraba la Nochevieja con una fiesta grande, un abeto enorme y regalos para los niños", recuerda Sabelin.
Cuando en los años posteriores a la guerra, Moscú lanzó una estrategia de propaganda propiciando la repatriación, Uruguay ya estaba golpeado por la crisis económica y algunos sanjavierinos se arriesgaron a retornar a un país que no conocían, muchos sin saber el idioma ruso.
En el marco de esa agitación, Sanin junto con sus padres y otras familias viajó a la Unión Soviética en 1959, pero volvió a Uruguay unos 30 años después porque nunca se sintió enteramente integrada al país de sus abuelos.
Sara Subbotin, por su parte, aprovechó de las becas que en aquella época ofrecía la Universidad de la Amistad de los Pueblos para estudiar unos cinco años en Moscú en la década de los 1960.
"En Rusia nadie me aceptó como rusa y en Uruguay nadie nos aceptó como uruguayos, todavía somos 'rusos', este es el problema principal de los rusos en este país", dice Subbotin.
Nueva persecución
A partir de 1973, los habitantes cuyos antepasados una vez escaparon de la opresión del zar fueron perseguidos por la dictadura uruguaya que veía en cada uno de ellos un posible comunista.
El hermano de Sanin no viajó a la Unión Soviética con el resto de la familia y se quedó a trabajar en una fábrica de azúcar en Paysandú.
"Un día vinieron militares a la planta y ordenaron entregar a las cinco personas con apellidos rusos, entre ellas a mi hermano; el director salvó sus vidas asegurando que sin ellos se pararía la producción, pero hubo mucha gente que no logró salvarse", lamenta Sanin.
El Centro Máximo Gorki fue cerrado, su interior demolido, las ropas de las danzas folclóricas fueron quemadas, y las fiestas prohibidas.
Cuando la dictadura se acercaba a su fin, la muerte de Vladimir Roslik, un médico ruso-uruguayo torturado y asesinado en 1984, sacudió al pueblo de San Javier.
Tras la invasión del pueblo por los militares, encarcelamientos, denuncias y torturas, los que hablaban ruso dejaron de hacerlo y buscaban destruir cualquier insinuación de lazos culturales con Rusia.
"Muchos no permitían hablar ruso a sus hijos porque tenían miedo de los militares que iban casa por casa buscando libros y hasta acusaban a los sanjavierinos de recibir submarinos soviéticos en el Puerto Viejo", explica Sanin.
De vuelta al vínculo cultural
Más de tres décadas después, los sanjavierinos, aunque todavía afectados por los horrores de la dictadura, buscan recuperar el espíritu de Rusia en el interior de Uruguay.
"Pese a las trágicas memorias, creo que hay que mantener los lazos culturales y hablar el idioma", asegura Sanin, quien también da clases de ruso.
La misión principal de transmitir las costumbres de generación a generación pertenece al Centro Máximo Gorki que reabrió sus puertas y que también alberga a "Kalinka", el grupo de danza local que recientemente pudo viajar a Rusia para actuar y conocer la tierra de sus antepasados.
Los integrantes del colectivo siempre esperan con ansiedad a su directora artística Nina quien, gracias a la embajada de Rusia, viene desde la ciudad de Vorónezh una vez al año.
La Nochevieja nunca volvió a ser la fiesta principal para los habitantes de San Javier, pero cada 27 de julio esa localidad celebra su fundación con un almuerzo de comidas típicas, canciones y bailes tradicionales y participación de diversas colectividades rusas.
"En Uruguay no conocen el shashlik, requesón, chucrut o varéniki y la gente viene de otras partes del país al aniversario para probarlos", cuenta Sabelin.
La colonia, que no ha perdido sus costumbres, sino que las transformó y adaptó a la cultura local, en julio de 2013 festejó los 100 años de la llegada de los primeros colonos a Uruguay, el país que les dio, a pesar de todo, la oportunidad de empezar de nuevo.