Ahí radica la base del acuerdo alcanzado en marzo entre la Unión Europea (UE) y Turquía. El pacto, cuyos fundamentos legales son muy discutibles, no termina de funcionar, porque los turcos no están haciendo sus deberes, pero, además, es obvio que esa solución solo servirá para trasladar de nuevo hacia el sur el negocio del tráfico de personas.
La crisis ha amainado en el norte. Ya no llegan a Alemania desde Austria trenes cargados de desharrapados. El cierre de las fronteras entre Macedonia y Grecia ha tenido efectos dramáticos. También ha funcionado la acción conjunta de varios Estados balcánicos, coordinados por Austria, para bloquear las rutas desde Grecia. El alambre de pino ha cumplido su función disuasoria.
Y el presidente del Consejo Europeo, el polaco Donald Tusk, se las promete muy felices, tuiteando que ahora entran a diario en Grecia solo 60 refugiados, frente a los 7.000 que lo hacían en octubre. Pero se está engañando a sí mismo. El problema de la inmigración no ha acabado, solo se ha trasladado de lugar.
Libia es ya la nueva frontera donde, según los datos disponibles por Interpol y Europol, se han concentrado 800.000 inmigrantes potenciales dispuestos a cruzar las aguas del Mar Mediterráneo y Argelia también preocupa, pues allí confluyen tres factores explosivos: una gran corrupción, un amplio conflicto social y un sistema político cerrado que no tiene sucesor viable al actual presidente Abdelaziz Bouteflika. Argelia es, por desgracia, una bomba de relojería.
Pese a la alarma social provocada, Europa absorbe bien los flujos migratorios. En 2014 llegaron 2,3 millones de inmigrantes. En ese periodo entraron en el Reino Unido 568.000 personas, principalmente procedentes de Estados Unidos, India, China y Brasil. De Siria, casi ninguna.
Hay que admitir a más extranjeros. Deben ser aceptados e integrados. No es solo un acto solidario, sino también rentable. Los refugiados crearán empleo, aumentarán la demanda de servicios y productos, y sus sueldos servirán para ayudar a financiar los raquíticos fondos de reserva destinados a las pensiones.
Invertir un euro en acoger a los refugiados puede rendir casi dos euros en beneficios económicos dentro de cinco años. Eso asegura un informe recientemente publicado por la Tent Foundation, una ONG dedicada a socorrer a personas desplazadas, y el think tank Open Political Economy Network.
El principal malentendido es pensar que los refugiados son una carga para quienes los reciben. Ese error es compartido incluso por quienes están a favor de ellos, pero creen que son costosos. Al contrario. Los inmigrantes pueden contribuir al desarrollo de la economía y aumentar el número de personas activas. Por ejemplo, en Alemania, donde los cambios demográficos previstos son particularmente duros. Allí, en 2030, y sin inmigración, la población en edad de trabajar se hundirá mientras que no dejará de crecer la población pensionista.
Estos sombríos pronósticos son perfectamente extrapolables a otros países de la Unión Europea con serios problemas de crecimiento demográfico. Por ejemplo España, donde se mantienen unos índices de natalidad muy bajos. Desde 2009 se vive una fuerte caída, tras el fin de la llegada masiva de inmigrantes, el hecho de que cada vez hay menos mujeres españolas en edad fértil, y la crisis económica.
Esta necesidad de mano de obra joven motivó que la canciller alemana Angela Merkel lanzara su famosa proclama de “Alemania os invita”, proclama que desató la avalancha en Oriente Medio y el Magreb. La dirigente germana cometió un tremendo error, que sin el pacto millonario con Turquía le podría haber costado hasta el puesto.
El flujo de entrada debe ser ordenado, pero para eso se necesitan medios materiales y voluntad política, dos circunstancias que escasean ahora por estos pagos. A los foráneos que han cruzado el mar o han venido andando con sus mochilas cargadas de esperanza hay que preguntarles quiénes son, de dónde vienen, y dónde quieren ir. Son sirios, iraquíes, afganos, pero también hay iraníes y somalíes. No todos quieren ir a Alemania o a Suecia. Por ejemplo, hay emigrantes procedentes de Argelia confinados en el campo de Vámosszabadi, muy cerca de la frontera con Eslovaquia, que preferirían ir a trabajar a la ciudad francesa de Marsella. Otros buscan casarse en el Viejo Continente.
Es preciso aprender las lecciones del pasado y no repetir los errores. Eso implica que no haya parches o improvisaciones, sino herramientas adecuadas. En este aspecto, resulta esencial invertir en vivienda, educación e idioma para evitar que entre los recién llegados prendan la alienación y el desencanto, dos sentimientos negativos y potencialmente destructivos. También es fundamental diferenciar entre refugiado e inmigrante, pues muchas personas que vienen de países que afortunadamente no sufren la peste de la guerra se han aprovechado del caos reinante para colarse. Finalmente es decisivo cribar a los solicitantes para que no entren los malos, entre ellos los terroristas.
No es menos importante concienciar a aquella población local a la que horroriza la idea de realojar a extraños pues consideran que la mezcla de razas y culturas es una amenaza. Ese miedo se transforma en odio que puede desembocar en violencia y, por consiguiente, en una situación incontrolable para las autoridades.
Ese temor al refugiado ha dado pie a mensajes aislacionistas y racistas como el del presidente de la República Checa, Milos Zeman, conocido por su talante antimusulmán, cuando asegura que lo que se está viviendo es una “invasión organizada”, o como cuando el líder ultraconservador polaco Kaczynski sostiene que los inmigrantes pueden traer “enfermedades muy peligrosas” o que les roban sus empleos. Sus palabras recuerdan a la Alemania nazi y lo peor es que se creen lo que dicen.
El discurso de los Zeman, Kaczynski y otros políticos similares es completamente irresponsable, pero se basa en el hecho de que el derecho de asilo es una competencia nacional y no comunitaria.
El Gobierno de Hungría ha lanzado una campaña para preguntar a sus compatriotas si quieren que haya un sistema de cuotas de inmigrantes en su país, es decir, qué decidan su futuro demográfico. La tesis de Budapest es que no es democrático no dirigirse a su gente. Y los magiares no están solos en esta batalla xenófoba. Cuentan como aliados con los otros tres miembros del Grupo Visegrado: Polonia, República Checa y Eslovaquia.
La falta de una política de inmigración a largo plazo —basada en los derechos humanos, pero también en la seguridad— ha provocado que en Grecia sigan atrapadas 50.000 personas, muchas de ellas viviendo en un limbo burocrático, porque no pueden pedir asilo.
Este fracaso ha generado una aguda crisis política en la UE. Y la falta de una pronta solución no ha hecho más que agravar el panorama, forzando a los inmigrantes a realizar trabajos sexuales y otras formas de esclavitud, donde los niños son el blanco preferido de las bandas criminales organizadas.
LA OPINIÓN DEL AUTOR NO COINCIDE NECESARIAMENTE CON LA DE SPUTNIK
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