Las enormes metrópolis latinoamericanas como México y San Pablo, con 20 millones de habitantes cada una, Buenos Aires y su conurbano, con cerca de 13 millones de habitantes, Lima, que concentra un tercio de Perú, con 9.835.000 habitantes, y Bogotá, con 8 millones, ya no pueden ser tratadas como pequeños pueblos. Ellas también tienen sus derechos.
Los problemas también han cambiado. El prototipo del latinoamericano ya no es un hombre en burro con un poncho, una mujer que lava la ropa en el río, o un afrodescendiente pescando en el mar. Es alguien que viaja varias horas al día para trabajar, combinando tren, metro, bus, ferry y hasta teleférico, como en La Paz o Medellín, una madre que deja a los hijos en la guardería antes del trabajo y los retira después, una familia que tiene celular y televisión a color, un poblador de una favela, pueblo joven, villa miseria, o tugurio.
De cómo gobernar esta inmensidad de problemas, trató el IV Coloquio Suramericano sobre Ciudades Metropolitanas, realizado por la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL) y el Mercosur, en Montevideo, entre el 28 y 30 de octubre.
“La ciudad se ha convertido de manera acelerada en el espacio perfecto para la diversidad de ideas y culturas, de intereses y necesidades de nuestro continente. Si existe un espacio donde la diversidad, el dinamismo y la complejidad son protagonistas en la vida social, ese sería la metrópoli sudamericana y latinoamericana”, dice el informe presentado para la discusión en el Coloquio.
Estos monstruos urbanos se han convertido en marañas de complejidades. Como señaló uno de los participantes del evento, en San Pablo, una cantidad de gente equivalente a toda la población de Uruguay atraviesa todas las mañanas la ciudad para ir a trabajar, y vuelve por la tarde. Súmense la desigualdad en la distribución, los barrios ricos y y los barrios pobres, donde se hacinan los recién llegados, donde reina el narcotráfico, faltan viviendas, acueducto y gas.
Como resultado del proceso acelerado de urbanización mundial, en 2004, las Naciones Unidas adoptó la Carta Mundial del Derecho a la Ciudad, que dice en su preámbulo: “El derecho a la ciudad se define como el usufructo equitativo de las ciudades dentro de los principios de sustentabilidad y justicia social. Se entiende como un derecho colectivo de los habitantes de las ciudades, en especial de los grupos empobrecidos, vulnerables y desfavorecidos, que les confiere la legitimidad de acción y organización, basado en sus usos y costumbres con el objetivo de alcanzar el pleno ejercicio del derecho a un patrón de vida adecuado”.
“El derecho a la ciudad es el fundamento teórico de la posibilidad de participación, y de pensar la ciudad no solo como un espacio que dominan intereses privados, que deciden si invierten en una zona o en otra, sino pensar en los intereses y derechos de las personas que viven en el ámbito urbano. Por ese crecimiento tan rápido y la presencia de grandes áreas metropolitanas, hay un desafío de coordinación de los diversos municipios en el tejido metropolitano, que requieren acciones concertadas”, comentó a Sputnik Nóvosti Vera Kiss, oficial de asuntos económicos de la CEPAL, ponente del Coloquio.
Para la experta, “la urbanización muy acelerada de la región en el siglo XX ya es consolidada, no como en Asia o África, donde está en proceso. Esto genera muchas complicaciones por el patrón segregativo, la forma como la población está distribuida por términos socioeconómicos de manera muy desigual, que surge de este proceso tan rapido de urbanización y que genera muchos desafíos ambientales”.
“Si hablamos de temas sociales, por ejemplo, en San Pablo, mucha gente se traslada de los municipios periféricos al centro de la ciudad, que es donde generan riqueza, pero luego vuelven a los municipios, que no pueden invertir tanto para las personas que viven allí. Hay problemas de coordinación, de circulación de recursos y de mecanismos de particpación”, agrega.