Lo que convierte a "Leviatán" en un filme trascendente no es tanto la puntual exhibición de la corrupción imperante en Rusia y la ascendencia de la Iglesia Ortodoxa sobre las autoridades; menos aún el reflejo metódico de una estadística convertida en tópico: la alta ingesta de vodka por sus ciudadanos. La relevancia de "Leviatán" subyace en su notable recreación de una tragedia inmemorial: el enfrentamiento del ser humano a las fuerzas del destino.
Si bien la noción de destino que propone Zviagintsev participa de la condición de inevitabilidad que posee en muchas culturas —de la grecolatina a la judeocristiana-, el suyo es un "fátum" muy particular: uno al que le resulta ajeno esa dimensión sobrenatural que estremece a quienes atormenta. Para Zviagintsev el destino se corporiza en hombres y mujeres con apetitos terrenales que buscan saciar a cualquier precio, aunque para ello deban recurrir a la traición y a la violencia.
Desde el propio título, la película de Zviagintsev sumerge al espectador en un mundo de referencias que condicionan pero no limitan su lectura. De la bestia marina que simboliza al Diablo en algunos pasajes del Antiguo Testamento hasta el ensayo homónimo del filósofo inglés Thomas Hobbes, "Leviatán" puede verse como una revisión moderna del "Libro de Job", personaje bíblico con quien Kolia (diminutivo de Nicolai), el protagonista de la cinta, comparte un rosario de infortunios que no acierta a comprender y menos a solventar. Si para Job, en tanto judío, Dios era la fuente de toda desdicha y bonanza, para Kolia el Estado, encarnado en la figura del alcalde de su pueblo, representa esa fuerza ineludible y fatal contra la que el libre albedrío nada puede.
En ese sentido, Zviagintsev parece subscribir la tesis de Hobbes de que la libertad individual solo cabe en los resquicios a los que la ley no llega. De ahí el deambular sin éxito de Kolia por juzgados hostiles donde una voz le recita monocorde los fallos en su contra en el proceso por impedir se le despoje de su patrimonio inmobiliario; de ahí que su abogado deba acudir a la ilegitimidad del chantaje para tratar de imponer la voluntad de Kolia sobre las fuerzas que se le oponen; de ahí que el propio abogado desista finalmente de hacerlo cuando la dama de la justicia cobra la forma de un alcalde alcoholizado y la espada del poder de la razón se transforma en la pistola de la razón del poder que le apunta a la cabeza.
No debe pensarse, sin embargo, que ese cúmulo de referencias distancia al espectador de la fábula que cuenta Zviagintsev (coescrita con Oleg Negin), fábula en apariencia sencilla —el enfrentamiento de Kolia a la voracidad de un alcalde que desea sus tierras- cuyo decurso trágico es alumbrado por destellos de humor, como esa práctica de tiro al blanco durante un picnic a la que un personaje lleva como dianas los retratos de quienes presidieron en algún momento la hoy desaparecida Unión Soviética, divertida metáfora de la inevitabilidad del "fátum" y de cómo el ayer condiciona el ahora y prefigura lo porvenir.
La historia, por demás, resulta entretenida y seductora gracias al carisma de unos actores —Alexei Serebriakov (Kolia), Roman Madyanov (el alcalde Vadim), Vladímir Vdovichenkov (Dmitri, el amigo abogado), Elena Liadova (Lilia, la esposa), entre otros-, que vuelven convincente lo que hubiera podido ser una pedestre relación de adversidades inconexas; gracias, asimismo, a una fotografía umbrosa (Mijaíl Krichman) que retrata la dureza del entorno con la misma descarnada brutalidad con que el director dibuja el destino de sus personajes. Si a ello se añade la magistral dirección de Zviagintsev —que a ratos recuerda a Tarkovski y a Bergman por el tempo narrativo-, no sorprenden los premios acumulados por "Leviatán" en el pasado 2014: Globo de Oro a la Mejor película de habla no inglesa, Mejor guión en el Festival de Cannes y Mejor Fotografía en el de Sevilla, por solo citar una terna.
No obstante haber regresado a Rusia sin el Oscar a la Mejor Película Extranjera —en 1994 lo obtuvo "Quemados por el sol", de Nikita Mijalkov; antes, en 1980, "Moscú no cree en lágrimas", de Vladimir Menshov, y en 1968 "Guerra y Paz, de Serguei Bondarchuk-, el eco de "Leviatán" se escuchará magnífico cuando se acabe el clamor efímero de los premios que otorga anualmente la Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas de los Estados Unidos. Al igual que el monstruo bíblico que la nombra, la película de Andrei Zviagintsev destaca por su monumentalidad, tanto si se le asume en su plenitud metafórica del desamparo humano ante poderes que lo rebasan, como si se le reduce a los huesos, también monumentales, de una trágica historia de amor y vileza, de hermandad y desencanto, una historia, y de ahí su trascendencia, que al igual que esa proposición metafísica que llamamos destino, se abre a constantes y múltiples interpretaciones.
LA OPINIÓN DEL AUTOR NO COINCIDE NECESARIAMENTE CON LA DE SPUTNIK
Les invitamos a comentar la publicación en nuestra página de Facebook o nuestro canal de Twitter.