Se cumplen cinco años de la peor crisis de la historia de la Unión Europea (UE). Hace un lustro, la Canciller alemana, Angela Merkel, abría las puertas de su país a los cientos de miles de demandantes de acogida que se agolpaban al Este del Viejo Continente. Procedentes de Oriente Medio, pero también de África, un flujo constante de aspirantes al Eldorado europeo bloqueaba los pasos fronterizos desde Grecia a Escandinavia, pasando por los Balcanes.
El Wilkomen alemán a la inmigración no fue consensuado con sus colegas de la UE y así, los 28 (pre-Brexit) se vieron obligados a reaccionar bajo la presión. La utilización de la foto de un niño muerto en la orilla de una playa formó parte de la propaganda que pretendía ablandar las conciencias por encima de cualquier otra consideración práctica o política.
El reparto de inmigrantes posterior, decidido entre Berlín, París y Bruselas, fue rechazado de diferente modo entre los miembros de la UE. Algunos afirmaron estar dispuestos a la acogida, sin concretar su propuesta. Otros, como Francia, se presentaron voluntarios y generosos, pero incumplieron lo prometido. Los países del Grupo de Visegrado —Hungría, Polonia, República Checa y Eslovaquia— fueron claros en rechazar una decisión que no podían aceptar por imposición, y pasaron a ser las bestias negras, los malos del filme en cuyo guión no habían sido invitados a participar.
Abolir el mecanismo que castiga al sur de Europa
Hoy, otra política alemana, Ursula Von der Leyen, también de la conservadora Unión Cristiano Demócrata (CDU) de Merkel, es la presidenta de la Comisión Europea y se propone presentar un nuevo mecanismo de acogida que en la jerga tecnocrática comunitaria definió como "una nueva gobernanza de la migración". "Migración", porque la doctrina políticamente correcta de las buenas almas europeas considera que "inmigración" no es el término adecuado.
Si Dublín-3 desaparece, Von der Leyen dice que será reemplazado por "un mecanismo fuerte de solidaridad", sin especificar más detalles hasta la presentación oficial del plan. Se vuelve a especular sobre las propuestas de estructuras de asilo en terceros países, sobre mecanismos para facilitar el retorno de los candidatos no aceptados al asilo político, en el aumento del personal y las infraestructuras de Frontex, la Policía de fronteras europea y, cómo no, sobre un nuevo reparto.
¡Sálvese quien pueda! De Lesbos a Marruecos
La desunión europea en este asunto ha obligado a cada país afectado a adoptar medidas por su cuenta. Así, Italia llegó a acuerdos con Libia para que los guardacostas de ese país intentaran frenar el flujo de llegada a las islas italianas. La UE contribuyó más, con 400 millones de euros, a esa operación, que por las circunstancias políticas que vive Libia parece difícil de llevar a cabo con satisfacción.
El cierre de la vía turca pactada entre Merkel y Erdogan, llevó a las mafias del tráfico humano a desviar su pingüe negocio hacia Marruecos. Enriquecidos por el efecto llamada alemán, los traficantes se han hecho con barcazas más potentes y de mayor capacidad (hasta cien personas).
La situación en la isla griega de Lesbos, convertida en un campo de refugiados permanente, no ha suscitado enorme atención hasta que el fuego arrasó el principal campamento, Moria. Un hecho que, dentro del drama que viven refugiados y habitantes de la isla, viene de nuevo muy bien a la propaganda de muchas organizaciones no gubernamentales que han hecho del sufrimiento de inmigrantes su negocio.
Algunos países europeos han reaccionado al incendio provocado por jóvenes inmigrantes en Lesbos para ofrecer asilo a algunas decenas de niños sin familia. Otros gobiernos han hecho saber que su capacidad de acogida ha llegado al límite.
La guerra cultural de Centroeuropa
En estas circunstancias, por mucha presión que se ejerza a los países de Europa Central, el sistema de reparto puede volver a fracasar. Las correas informativas de algunos gobiernos europeos señalan que países que se oponen al reparto de inmigrantes, como Hungría y Polonia, acogen a personas provenientes de Ucrania, Rusia, Georgia o Armenia, por ejemplo.
Bruselas parece querer obviar el conflicto cultural del que los países de Europa Central alertan. Esas naciones han hecho de su religión, de su lengua y de su cultura un mecanismo de resistencia a las imposiciones políticas venidas del exterior en el siglo XX (una lectura de Kundera les vendría bien). Y no quieren aceptar una globalización cultural que borre su historia por imperativos de "solidaridad" definidos por intereses ajenos. Castigarlos con sanciones económicas sería abrir la puerta a nuevos exits o a aumentar la desconfianza hacia las instituciones comunitarias.