Parecía una quimera propia de países nórdicos, estandartes del bienestar social, o una eterna promesa electoral. Hasta que el pasado 29 de mayo, el Gobierno de España (formado por una coalición de PSOE y Podemos) aprobó un Ingreso Mínimo Vital y se sumó a la veintena de estados europeos —desde Portugal a Luxemburgo— que cuentan con ayudas parecidas. La prestación consiste en una paga de entre 462 y 1.015 euros mensuales, según la composición del hogar, y favorecerá a una 850.000 familias.
El ministro de Inclusión, Seguridad Social y Migraciones, José Luis Escrivá, afirmó que esta ayuda se facilitará a todas aquellas personas que lo necesiten "mientras persista la situación de vulnerabilidad económica y se mantengan los requisitos que originaron el derecho a su percepción". Según la Encuesta de Población Activa, hay 1,1 millones de hogares con todos sus miembros en paro y un 21,5% de la sociedad está en riesgo de pobreza extrema. El coste se cifra en 3.000 millones de euros.
Una cantidad que algunos ven como una manera de combatir la desigualdad económica o de atajar el descalabro social, agravado por la pandemia de COVID-19, y otros como una "paguita" que desincentiva el trabajo o actúa como "efecto llamada" para inmigrantes. En España, todos los grupos se han posicionado a favor, menos el de ultraderecha Vox. "Las mafias del tráfico de personas, con el apoyo de progres e incautos, ya están ofreciendo un nuevo complemento a su oferta de viaje: una renta mínima pagada por todos los españoles que llevan toda la vida trabajando", escribió este partido en redes sociales.
"Mira, este es el número de mi asistenta social. Llámala y que te explique", le dice una mujer de 45 años que prefiere mantener el anonimato a una madre empujando un bebé. Se encuentran en la parroquia de San Ramón Nonato, situada en el Puente de Vallecas, al sur de Madrid. A esta iglesia, como a otros centros repartidos por los barrios de la ciudad, acuden decenas de personas a mediodía para conseguir paquetes de comida.
"Yo he trabajado siempre, pero ahora me he quedado sin nada", anota la mujer que presta el contacto de la profesional.
Vive sola y dos días antes del estado de alarma, decretado el pasado 14 de marzo, la llamaron para un trabajo "con contrato". No pudo ser: "lo anularon cuando empezó todo esto", lamenta. Antes llevaba décadas encadenando empleos. Algunas veces cotizando, otra veces en negro. Se mantenía a flote, aunque la precariedad o la ilegalidad la eximieran de prestaciones. Ahora, con este ingreso mínimo vital ve un poco de luz. "Llevo tres meses recogiendo alimentos y pidiendo préstamos", anota.
A su lado, Nelson y Hassan la observan. El primero es un hondureño de 45 años que lleva uno en España. Mirando las condiciones para pedir la prestación, cavila: "Estaba pensando hasta en volverme a mi país. Allá es peligroso, pero aquí no hay nada", reflexiona cabizbajo. Él ha ejercido de albañil de vez en cuando y podía costearse los 300 euros de una habitación. Incluso mandaba algo a los seres queridos que seguían en su país. Ahora ha tenido que abandonar el piso. Está de un lado para otro y se ve durmiendo al raso.
Con un trabajo, le respalda Hassan, "haces mucho dinero". "El problema es que no se encuentra nada", añade este palestino de 24 años. Sus ocho meses en España como solicitante de asilo (aún sin resolver) no le dejan claro si puede acceder a esta paga.
"Estoy sobreviviendo con la caridad. No me gusta, pero es así", resume sobre su coyuntura actual. "Si tuviera una ayuda sería un impulso para trabajar, porque dejaría de preocuparme por lo que me espera y buscaría un empleo bueno, con el que pudiera enviar dinero a la familia", arguye.
Marian Dobre busca entre unas cajas para sacar alguna sobra. Natural de Bucarest, en Rumanía, recorre cada día la ciudad desde San Fernando de Henares (donde vive "en una chabolita") para salvar cada jornada. A sus 53 años, y con 15 de residencia en España, ha alternado diferentes trabajos. Casi todos de "economía informal". El último fue como guardia en una obra. "Se me acabó y me quedé tirado. Otras veces, porque tengo el NIE (Número de Identidad Extranjero) he tenido derecho a subsidios. Cobre unos 415 euros una temporada. Pero ahora no tengo nada", suspira.
"Los rumanos estamos acostumbrados al esfuerzo y al sacrificio. Con un ingreso mínimo nos quitaríamos la urgencia de comer y podría trabajar más duro en cualquier cosa. Así pagaría una casa y ayudaría a otras personas. ¡No quiero ser un parásito!", exclama Dobre.
Su testimonio encaja con los postulados de Teresa Sánchez Chaparro. Miembro del Centro de Innovación en Tecnología para el Desarrollo Humano y del Grupo de Investigación en Organizaciones Sostenibles de la Universidad Politécnica de Madrid, Sánchez Chaparro acaba de publicar el libro Entender la Renta Básica junto a Víctor Gómez Frías. Y cree que "una transferencia monetaria incondicional" puede instar a emprender o a luchar contra la precariedad. Ambos autores diferencian entre una Renta Básica para todos los residentes de un país y un ingreso sujeto a unos requisitos.
"Nosotros no hablamos de una ayuda con condiciones, sino de algo básico que repercutiera a todas las personas, sin basarse en núcleos familiares que en ocasiones perjudican a alguno de sus miembros. Principalmente a las mujeres", dice, catalogándola como "la vacuna de la libertad contra el virus de la desigualdad".
"Tenemos una teoría de que fomentaría la investigación en las empresas. Porque haría, en esta época automatizada, que los empresarios se pusieran las pilas. Los únicos estudios que hay sobre la Renta Básica y sus variables desmienten que haya desincentivos al trabajo. Y sí que se nota una mejora de empleo sostenible", razona.
Sánchez Chaparro considera que para la mayoría de la gente el trabajo cumple otra función más allá de la supervivencia. Y que lo del "efecto llamada" o "la paguita" son "posturas ideológicas que desvían la atención". "Al final todos tenemos prestaciones que hemos usado a lo largo de nuestra vida (paro, alquiler, autónomos…)", concluye.