Un puñado de palabras define el universo de Margaryta Yakovenko: poezdka, liubov, semya, ustalost, radost, zlost, pechal, dvizheniye. Son la traducción en ruso para viaje, amor, familia, cansancio, alegría, rabia, tristeza o movimiento. Términos que la acompañan desde la infancia. Desde esos primeros años en Tokmak, la ciudad del este de Ucrania donde nació en 1992, hasta su infancia en Los Alcázares, localidad murciana donde se estableció a los siete años, o su juventud en Barcelona y Madrid.
Mientras sus padres trabajaban en la construcción, la agricultura o la limpieza de casas, ella acudía a clase, se calentaba la comida a mediodía y estudiaba con tesón para sacar el curso en un entorno desconocido. Con el sedimento de la cultura eslava y el incipiente influjo del carácter ibérico, Yakovenko fue forjando su personalidad. Una personalidad borrosa, tal y como narra en Desencajada, su primer libro.
🧳 «Una lectura muy recomendable que te hace reflexionar sobre cuál es nuestra posición ante la inmigración como sociedad pero también de manera personal».
— Caballo de Troya (@CaballoTroyaEd) October 31, 2020
🍳 'Desencajada' de @margayakovenko.
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Editado por Caballo de Troya, este testimonio navega entre las memorias y la fabulación literaria. La periodista y escritora aporta la experiencia propia para urdir un relato de desarraigo, incertidumbre y ese puñado de palabras en ruso que envuelve su vida. Aunque sobresalen dos: nostalgia y soledad. "Son la base de toda migración, cuando te cuesta saber dónde está tu hogar", cuenta Yakovenko a Sputnik, que nunca ha tenido un nivel de desapego tan grande como la protagonista del relato porque cada año visita su ciudad natal.
"No sé si hay una explicación sociológica. A lo mejor no hay. Pero no he encontrado muchos ejemplos. Puede ser porque es difícil que quien llega acceda a ciertos espacios. ¿Cuántos migrantes hay en una clase de Bachillerato? ¿O en la universidad?", pregunta Yakovenko, que inicia el libro diciendo que en su historia no había ninguna "épica". "No éramos exiliados políticos. No huíamos de una guerra. No éramos una minoría religiosa perseguida. Nuestro heroísmo era querer llegar a fin de mes y mi único mérito era haber nacido en un país que tenía siete meses de vida", apunta.

Quizás no goza de esa épica, pero responde a otra situación límite: la de marcharse antes de un conflicto o de perecer económicamente. Con la caída de la URSS, Ucrania era una nación en proceso. El Imperio se desmoronaba y lo que antes era un acervo común ahora era una barrera. El idioma, por ejemplo, pasó a distanciar. "El ruso era un país que unía países", comenta en Desencajada. Yakovenko, que no habla fluidamente ucraniano, empezó a notar una especie de rechazo en sus regresos posteriores. Sin embargo, persiste esa contención del ánimo, esa resignación, esa lucha por el trabajo y esas costumbres que tanto le gustan.
"Tomar el té a todas horas o que te inviten a comer algo y pasen horas, encadenándolo con la cena, es algo que todavía ocurre. Y a mí me encanta", afirma.
Carga de todas formas con cierto sentimiento de culpa. La "culpa de los supervivientes", indica en el libro, "la de los que dejan detrás a los desgraciados y a la miseria". Se añade en ese pesar el concepto de nacionalidad. Una cuestión que va más allá del pasaporte. Yakovenko tiene sangre eslava, pero acumula dos décadas en España. No sabe cuál es su rodina o patria. Ella, por ejemplo, tardó esos 20 años en ser ciudadana española con todo derecho. Y ve cómo persiste el "racismo institucional": su hermano nació en la península, pero era ucraniano.
Los migrantes y los peregrinos, aduce, son "adictos al horizonte" porque son "los únicos que controlamos nuestro destino". Partir, dice, es partirse, "morir un poco". "Para los exiliados, emigrados y peregrinos, la patria siempre será el camino", concluye. El suyo está jalonado por los recuerdos de un lugar que desde 2014 afronta una guerra soterrada y por los que ha ido sumando en distintos puntos de Europa. En todos afloran ese hastío, esa alegría, esa rabia o esa tristeza que puede verbalizar en dos lenguas. O esa soledad y nostalgia que acompañan a las personas desencajadas, presas de una identidad dividida.