"¿Buscas a los violentos de ultraderecha?", pregunta con sorna Miguel Frontera. "Pues aquí los tienes", responde desde un montículo de tierra del monte que rodea la casa de Pablo Iglesias e Irene Montero, vicepresidente y ministra de Igualdad del Gobierno de España. Junto a él, otras cinco personas se reúnen en silencio y toman imágenes de las fuerzas de seguridad que custodian la zona. "Queremos que se traguen su propia medicina y que se vayan", alegan, defendiendo su "derecho" a expresarse, a pesar de que "casi nunca" lo hayan ejercido anteriormente.
Comenzaron hace más de tres meses. Cuando se permitió salir a la calle durante unas horas en la llamada desescalada. Entonces saltaron a la palestra las caceroladas de Núñez de Balboa, una calle del acomodado barrio de Salamanca en la capital española. Los participantes de estas manifestaciones fueron tildados de cayetanos, apodo referido a la gente de clase alta. Pedían "libertad" entre banderas rojigualdas o coches de alta gama y acusaban al Gobierno de "comunistas" que "engañaban a la población".
La cita se extendió por diferentes barrios y ciudades. Y en Galapagar, donde la pareja formada por el vicepresidente Iglesias y la ministra Montero se mudó hace cuatro años, se convirtió en un escrache diario, incluso con campañas virtuales o con insultos en la localidad asturiana donde se alojaban de vacaciones: tuvieron que abandonarla, suscitando una división entre el respaldo o la crítica. Al principio, las 30 o 40 personas que acudían se arremolinaban enfrente de este inmueble de unos 600.000 euros, en una calle de chalets a pocos pasos del río Guadarrama. Pero el final del estado de alarma, el verano y el cansancio mermaron la afluencia y el volumen de sus improperios o de los golpes a los utensilios de cocina, ya ausentes.
"Es una zona de seguridad y tenemos que estar aquí", concede uno de los policías a media tarde, cuando aún pega el sol con fuerza y alrededor solo se oye el chapoteo de las piscinas. Según varias publicaciones de algunos medios y mensajes colgados en redes sociales, cada día se apostan hasta 25 agentes frente a la casa de Iglesias y Montero. Algo que desmienten desde el Ministerio de Interior: "No se sabe cuántos efectivos hay porque es difícil saberlo. Según la situación, se mandan más o menos coches", justifican, alegando que ninguno de los pueblos de alrededor ha perdido profesionales debido a Pablo Iglesias e Irene Montero.
Lo que les hacen a Pablo y a Irene no es crítica política. Es persecución y es acoso. Y lamento muchísimo que también lo hayan sufrido en mi tierra, Asturias, que es una tierra de gente afable y acogedora.
— Adriana Lastra (@Adrilastra) August 19, 2020
En democracia no caben esas actitudes.
Lo que dejan claro los agentes es que la calle ya no está cortada, otra de las denuncias de los vecinos. Eso fue una medida "transitoria" por motivos de seguridad. Los ánimos estaban tan caldeados que existía la posibilidad de que ocurriera algo más grave. Además, se registraron amenazas directas a los líderes políticos y sus hijos, que el 24 de agosto fueron denunciadas ante la fiscalía.
"Da miedo lo que se dice por internet, pero son cuatro gatos con una cacerola", resume el propietario de un chalet en la misma calle de Iglesias y Montero que prefiere no dar su nombre. "Ha habido oleadas, pero era muy light", añade quien confiesa que a él le dan igual las protestas.
Como a otro vecino, que se baja de un BMW reluciente con una mascarilla estampada con dos banderas de España y dice que "no se escucha nada". "Yo, de todas formas, paso del tema", apostilla. "Cómodo no es. Eso es de perogrullo. Pero no por tenerles aquí en la casa o por lo que hacen ellos, sino por la gente que viene. Yo intento evadirme", añade otra residente mientras pasea.
"No les podemos ni ver, por eso vamos", dicen Antonio y Cándida, una pareja de 71 años. "Es que es una vergüenza que se hayan metido con la Guardia Civil y ahora les protejan", insisten, a pesar de que no hay ningún agente. "Queremos que se marchen de aquí y del Gobierno", defienden orgullosos quienes llevan 35 años en "el pueblo". "Ellos han hecho escraches, los han inventado, pues ahora que se jodan", reflexionan.
Un argumento que se repite entre los manifestantes. Aluden a menudo a las propias palabras de Iglesias, que describía las quejas ciudadanas contra dirigentes públicos como "jarabe democrático". Sin embargo, hay una línea fina entre la protesta libre y el acoso, castigado por el Código Penal si existe violencia física o moral. Eso es lo que han intentado llevar a los tribunales el vicepresidente y la ministra. Las denuncias han sido archivadas en dos ocasiones, pero algunos las apoyan.
Según las informaciones expuestas estos meses, entre los habituales están Melisa Domínguez, líder del grupo neonazi Hogar Social, Cristina Gómez Carvajal, concejal de Vox (grupo de derechas) en Galapagar, y los que acudían al Valle de los Caídos a protestar por la exhumación del dictador Francisco Franco.
La revuelta, argumentan los asistentes, ha sido "espontánea" y no tiene organizadores. Frontera, no obstante, suele llevarse la etiqueta de "cabecilla" y ha sido detenido por grabar imágenes del interior de la casa. Y el resto señala que se han llevado alguna sanción. "Nos multaban por dar varias vueltas o por ir con las banderas", comenta Zugasti, aludiendo a la Constitución para defender su actividad.
"Tenemos que hacerlo porque, si no, lo hacen ellos", expone un vecino de 77 años que no quiere dar nombre. "Prometen muchas cosas, pero no han hecho nada y encima mienten", comenta sin dar ejemplos e incidiendo en que no es "ni de unos ni de otros". "En el momento actual, solo Vox podría solucionar algo", esgrime.
Hoy se pierde la minúscula concentración porque tiene que sacar al perro y entrar a un supermercado próximo. Allí es donde suele comprar la familia de Pablo Iglesias e Irene Montero. "Les he visto muchas veces y en general no son molestados", atestigua Aitor, canario de 32 años que lleva nueve en este municipio de Madrid, en la puerta. Ningún trabajador quiere aportar más detalles, pero sugieren que tiene razón.
Fuera de su casa, el cielo se oscurece otra jornada más y la pandilla ataviada con banderas de España o de la Cruz de Borgoña, relacionada con el ejército, mira el reloj. Ya han movido la cita a un poco antes de las nueve, la hora prefijada, para tener luz. "Así grabamos lo que pasa, lo que hacemos de verdad, por si nos multan", añade Zugasti. Mañana volverán. "Hasta que se vayan", sueltan con determinación antes de despedirse con más vivas a España. La cena —confiesa en voz baja una de las asistentes— les espera.