La llegada del navegante español Cristóbal Colón en 1492 marcó el final de una época y el principio de siglos de esclavización del continente americano. El afán de los europeos de descubrimiento y conquista, los llevaron a la destrucción de buena parte de las civilizaciones nativas americanas.
En Nueva Castilla corría el rumor de que, bastante más hacia el norte, había una ciudad increíblemente rica, hecha de oro, en la que vivían nativos americanos. En una ceremonia real, el nuevo jefe de la ciudad era cubierto de polvo de oro, y luego navegaba en una balsa junto a cuatro sacerdotes, con coronas y adornos de oro, sobre una laguna.
Una vez allí, cientos de piedras preciosas y objetos de oro eran arrojados al agua, mientras los habitantes del lugar cantaban y celebraban al nuevo mandatario desde la orilla.
La civilización de El Dorado existía y se llamaba Muisca. Habitaban el territorio de lo que luego se convirtió en Nuevo Reino de Granada —hoy Venezuela, Ecuador y Colombia—, más precisamente a unos 75 kilómetros al noreste, en los alrededores de la laguna de Guatavita.
Precisamente en esa laguna se realizaba el rito sagrado de los muiscas para investir al nuevo zipa, el cacique del pueblo, desde su origen en el siglo VII. Aunque su ciudad no estaba hecha de oro, el metal ocupaba un lugar importante en la cultura muisca.
Solía utilizarse la tumbaga, una aleación de oro, plata y cobre, con la que elaboraban esculturas y diversos objetos. Los muiscas les otorgaban a estos metales un valor espiritual, relacionado directamente con las deidades de su sistema de creencias y simbolizaban la armonía dentro de su sociedad.
Una de las piezas más importantes de la cultura muisca que lograron conservarse representa a la Balsa Muisca, embarcación en la que se realizaba el rito de asunción de cada zipa.
Actualmente, la pieza se encuentra resguardada en el Museo del Oro de Bogotá y es considerada un símbolo identitario de Colombia.