Un gesto habitual en el rostro del venezolano cuando se junta con otro en las calles es la sonrisa, pero hasta eso ha cambiado. El miedo de contagiarse con esta enfermedad que puede llevar a miles a la muerte ha obligado a sustituir ese signo de amabilidad por una exagerada gesticulación de ojos o un guiño como aprobación.
En las calles se habla de "dictadura" pero para referirse al COVID-19, que desde que llegó a Venezuela ha impuesto arbitrarias normas.
"Yo veo al COVID-19 como una dictadura, estoy harto; algunas veces me provoca alzarme y salir a donde me dé la gana y como me dé la gana, pero no me atrevo porque puede matarme". Así define a los efectos del virus Manuel Díaz, un mecánico de 64 años que se ha mantenido trabajando en el estacionamiento de su casa desde que empezó la cuarentena.
Varados en su propio país
La vida de todos ha cambiado, pero principalmente para quienes dentro de su propio país se quedaron varados, como ocurrió con Yolanda Melo, una mujer de 74 años, y paciente oncológica, que llegó el 13 de marzo a Caracas para "echarle un ojo" a la casa de sus hijos que se encuentran en el exterior.
La suspensión de vuelos internos que se activó el 16 de marzo y las restricciones de movilidad terrestre por el nuevo coronavirus, que se suman a la escasez de gasolina en todo el país, le han impedido volver a Puerto Ordaz, estado Bolívar (sur), a ocho horas en auto de Caracas.
Tampoco ha podido acudir a la que esperaba fuese su última consulta con la oncóloga, tras casi un año de quimioterapias: "Tenía esa última consulta pendiente, pero me siento bien, y eso me hace sentir que ya no tengo cáncer, lo que en realidad me preocupa es que dejé mi casa sola y a mi esposo que también está viejo, y en carrito por puesto [taxi] están cobrando hasta 1.000 dólares, que se dividen entre los pasajeros".
Más vecinos
En las zonas residenciales, el encierro ha obligado a muchos a relacionarse, a compartir un café, una comida e incluso una que otra fiesta, en la que solo se admiten vecinos.
Los reducidos espacios comunes también se han convertido en punto de encuentro para niños de un mismo edificio que, a pesar de vivir durante años en el mismo lugar, ni se conocían. Lo mismo pasa con los adultos mayores. Estos solo dentro de sus residencias parecen liberarse del uso del tapabocas, aunque no sea lo más idóneo; solo allí se dicen sentirse relativamente seguros.
En la entrada de un comercio una imagen impresa en grande, envía un mensaje claro: usar mal el tapabocas es como ponerse mal la ropa íntima, "no sirve de nada".
Cuídate y cuídame
Ya no hace falta que la Policía permanezca en la entrada de los mercados, pues los mismos ciudadanos y vendedores para cuidar su salud han obligado a los indisciplinados a entrar en el carril a fuerza de no atenderlos o mirarlos con desprecio si cometen alguna imprudencia como el salir sin barbijo.
Aunque el Gobierno no ha relajado la cuarentena, sino que la extendió por otros 30 días que rigen desde el pasado 12 de mayo, la población comienza a abrazar una nueva cotidianidad que incluye: tabocas, en ocasiones guantes, mucho alcohol y cloro, una vida social relativamente activa, pero con un círculo más estrecho de lo habitual.