Pocas figuras más emblemáticas de España que el macarra. Un espécimen único. Difícil de definir, pero fácil de reconocer. Han aparecido en el cine o en programas de televisión y lo más probable es que muchos hayan intercambiado conversaciones o grandes ratos con ellos. Su apelativo no responde ni siquiera a una tribu urbana. Es más poderoso y abstracto. Por eso, el antropólogo Iñaki Domínguez ha querido elaborar un mapa con su presencia en Macarras interseculares. Una historia de Madrid a través de sus mitos callejeros, ensayo publicado recientemente por Melusina.
"Tardé unos dos años", explica el autor por teléfono en un confinamiento que tiene el libro prácticamente embargado: nada más publicarse, se decretó el Estado de Alarma. "Fue una idea muy pura, muy espontánea, porque yo había salido toda mi vida por Malasaña o el centro y había visto el nombre de gente que era mito en el macarreo. Lo dejé aparcado un tiempo y un día me puse, de repente", rememora el licenciado en filosofía, que ya cuenta en la editorial con otros títulos como Sociología del moderneo o Cómo ser feliz a martillazos.
Metido ya en esta idea súbita, Domínguez se centra en el macarra intersecular. El que atraviesa del siglo XX al XXI. Y mientras subraya ciertas personalidades de cada década, va elaborando el mapa por donde se mueven. Madrid es el escenario elegido. Por proximidad, porque en esta ciudad reside el macarra castizo y porque explorar sus calles con esta profundidad es "un modo de trascender los dogmas que se nos imponen desde la caverna mediática, las revistas cool y la siempre errada opinión pública", según escribe en el primer capítulo.
Como introducción, Domínguez parte de una zona residencial pegada al paseo de la Castellana en los años sesenta. Se llama Costa Fleming y es un núcleo de viviendas para un estrato social acomodado. Algunos vecinos son extranjeros. Y aunque no se enmarquen dentro de esa imagen actual del macarra —la que les arrastra a la periferia y lo marginal— sirve de semilla: en estas urbanizaciones se le da al juego, se coquetea con la prostitución, nacen algunos negocios al margen de lo establecido en aquella época franquista.
El recorrido va de la mano de algunos de los protagonistas y sirve no solo de documento contemporáneo, sino de hoja de ruta del nacimiento y transformación del macarreo. Por ejemplo, Iñaki Domínguez pasa una velada en un narcopiso cercano a la plaza del 2 de Mayo. O camina por distintos barrios junto a Dum Dum Pacheco, boxeador de 70 años que tuvo su gloria a finales de los setenta. O queda con Mc Randy, un rapero que dio el pelotazo con la canción ¡Hey, pijo!, de 1989. Con ellos descubre núcleos del hip hop como Torrejón de Ardoz o discotecas como el Rock-Ola o el Attica, en San Fernando de Henares.
Dicha relación con las drogas es complementaria a otros atributos: se le suma la precariedad laboral, la desestructuración familiar o una evolución parecida entre ellos. El macarra tiene su esplendor en la adolescencia y primera juventud. Luego, esa furia embrionaria se va apagando. Bien porque los avatares cotidianos les abocan a un desenlace trágico (drogodependencia, cárcel o destrucción), bien porque, como presume el orden natural de las cosas, asientan la cabeza.
También hay una disolución en otros subgrupos. "La contracultura y los macarras están muy relacionados. No hay distinción entre macarras de ocio y de delincuencia. De hecho, su hábitat natural son los gimnasios y las discotecas", especifica Domínguez. El macarra originado en los márgenes conquista los lugares de marcha. Y se posiciona como un elemento más, provocando a menudo trifulcas.
Una situación que se extiende a lo largo de la década de los noventa y principios de este siglo. Aparecen entonces los macarras pijos, una variante extraña. Están unidos al bakalao, música que florecía en grandes salas y polígonos. Domínguez se junta con La Panda del Moco, que deambulaba por el noroeste de la capital. "Siempre me ha fascinado el pijo macarra o el pijo delincuente. Logré dar con El Francés, uno de los miembros de La Panda del Moco, y me narró historias del pasado. Muchos de estos pijos macarras hacían artes marciales. Eran muy pegones. Algunos acabaron muy mal, con negocios ilícitos, y eso me llamaba la atención", rememora.
Llegó el pico del macarreo en esa época. A principios de 2000, se fue transformando la estampa de la ciudad. Los malos no eran tan malos. Vestirse de pijo estaba de moda. El lumpen quedó casi ridiculizado o estigmatizado por la droga o la condición social. Y todo se atenuó.
"Ahora ya están desapareciendo. Salvo algún cantante de trap que lo es de verdad, como Yung Beef, todo queda en una imitación de esa forma de vida", concede Domínguez, que achaca este desvanecimiento a varios factores: el aumento de calidad de vida, la desaparición de esa efervescencia juvenil o la gentrificación y el proceso de homogeneización de las ciudades.
"Hay intentos de emularlos. Pero es algo normal. Los hípsters lo hicieron con los negros, los bohemios con los gitanos y a día de hoy existe esa apropiación de la estética. Se hace incluso por ganar capital simbólico en ciertos círculos, derivando en un macarreo de cartón piedra", sentencia el antropólogo, que ha rediseñado el mapa de Madrid a través de estos mitos callejeros. Aunque hoy estén confinados y solo se hable de los lugares que transitaban por el número de contagios en la pandemia de coronavirus.