De repente el coronavirus fue el único tema de conversación. Como las desgracias, que ocurren sin avisar, una vez que llegan lo cambian todo y, por más que se quiera, no se puede volver atrás. ¿En qué momento sucedió exactamente? En mi caso creo que fue cuando la Organización Mundial de la Salud (OMS) declaró al COVID-19 como pandemia, el 11 de marzo.
COVID-19 es una combinación de las palabras corona, virus, disease (que significa enfermedad en inglés) y 19 remite al año en que surgió el brote, que fue informado a la OMS el 31 de diciembre del 2019.
Al principio lo observé de lejos, tan lejos como queda China en un mapa visto desde Venezuela. El asunto es que las cartografías ya no dan cuenta de las distancias actuales en el mundo hiperconectado en el que vivimos. No es nuevo, lo sabíamos, pero esta pandemia expuso esa verdad sobre la mesa en forma de virus mortal.
Hasta que dejó de ser distancia y el coronavirus llegó a Venezuela. La primera rueda de prensa sobre el tema que dio el presidente venezolano, Nicolás Maduro, el jueves 12 de marzo, tuvo un tono de gravedad particularmente alarmante. Y en Venezuela, si de algo se sabe muy bien, es de alarmas ante acontecimientos peligrosos.
A partir de allí todo fue muy rápido: pedido de quedarse en la casa, cierre de fronteras, cuarentena en algunas ciudades y estados, seguido de cuarentena total decretada a los cuatro días, con obligación de portar tapaboca en la calle en caso de tener que salir.
El país cambió en pocos días, emergió un mundo que nadie quería, desconocido, de ciencia ficción real, de distopía —opuesto a la utopía— donde todo pasó a ser peligroso salvo quedarse en casa.
El coronavirus en Caracas
Salí tres veces de mi casa en los últimos seis días. La primera, aún no regía la cuarentena ni era obligatorio el barbijo. En la Comuna Socialista Altos de Lídice, en la parte alta de un cerro caraqueño, habían organizado una jornada de médicos que visitaron casa por casa a muchas familias de la comunidad para revisar a las personas enfermas y mayores, explicar acerca del coronavirus, las precauciones.
La segunda salida fue en horas de la tarde al centro de Caracas, cerca de las 6:00 de la tarde, en la hora de transición entre el día y la noche. Todo era a cuentagotas: los vehículos en las calles, las personas, los comercios abiertos, y, en muchas esquinas, policías en moto, a pie, en camiones. Algo era inmenso en esa ciudad: el silencio pegado al estómago.
Con cada día aumentaron las preguntas y las cadenas de conexión posibles. Todo parece poder transmitir el virus: el botón del ascensor, el picaporte, un billete, las llaves, los zapatos, el teléfono, un producto entregado con la mano, la gente, el aire, un roce, el reflejo de tocarse la cara, un amigo, una amiga.
Lo único seguro es la casa, el encierro. ¿Qué sucede los millones que deben salir todos los días a trabajar? Los médicos, enfermeros, panaderos, cajeros, operadores de canales de televisión, o conductores de transportes públicos y de camiones, y quienes no pueden dejar de salir a la calle a vender, rebuscar, inventar, quienes no tienen contratos de trabajo, ni reposos, y solo pueden esperar del Estado y su propia organización.
La pandemia hiperconectada
Ya no recuerdo cuantas veces escribí las etiquetas #coronavirus, #CuarentenaTotal, #COVID19, o #QuedateEnCasa. Somos millones y millones que hemos ingresado a un nuevo espacio-tiempo en el que hablamos las 24 horas del día sobre el mismo peligro que, a su vez, abre discusiones de geopolítica, políticas sociales, Estado, y finales de mitologías neoliberales.
No es la primera pandemia en la historia de la humanidad, pero es la primera que sucede en un mundo hiperconectado con redes sociales, televisiones, mensajes instantáneos en los teléfonos.
Hay médicos online, conciertos online, reuniones familiares online, jefes que dan órdenes online, clases de ¡primaria!, de yoga, de danza y de gimnasio online, actualizaciones hora a hora de enfermos y muertos por país online.
Imágenes sobre imágenes, el signo de nuestra época, que hablan en permanencia de lo mismo, de cómo un crucero a la deriva con casos de COVID-19 es recibido por Cuba, que junto con China envía médicos y medicinas a diferentes países, o cómo un enfermero se derrumba exhausto y desesperado en Italia.
Pero también está lo otro, central, el día a día: millones de personas que muestran su cuarentena, cuentan sus dudas, lo que ven, hashtags como #CoronaVirusChallenge donde la gente sube videos para reírse porque, en medio de la tragedia —palabra que ya se le puede adosar a la pandemia— reír también es necesario.
Las venas abiertas del mundo
La geopolítica se reorganiza delante de nuestros ojos. Como en un tablero, mientras aumentan los casos de coronavirus, China despliega médicos en diferentes países de Europa —como en Italia, España, Serbia—, de América Latina, y emerge como país que logró frenar la epidemia dentro de sus fronteras y ofrece ayuda puertas afuera.
En cambio, desde la Casa Blanca, el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, se refirió al causador de COVID-19 como "virus chino", una acusación geopolítica sin respaldo científico, mientras el número de contagios aumenta dentro del país, con más de 16.000 infectados y más de 200 muertos.
El escenario de la pandemia es vertiginoso. Ángela Merkel, canciller alemana, dijo el 18 de marzo en cadena nacional que "desde la Segunda Guerra Mundial, no ha habido un desafío para nuestro país que dependa tanto de nuestra acción conjunta y solidaria". Emmanuel Macron, presidente de Francia, anunció un día antes que: "estamos en guerra".
Otra crisis sucede en simultáneo y de manera interrelacionada: la económica. Las bolsas registran caídas y leves recuperaciones para recaer acto seguido, la demanda y la oferta bajan, sectores enteros de la economía se detienen y el precio del petróleo se mantiene desplomado.
Y una pregunta, central, a la que nadie logra responder a ciencia cierta: ¿hasta cuándo durará la pandemia? Y esa falta de respuesta acelera caídas, pánicos, emergencias, pronósticos negros, la certeza de asistir a un reordenamiento mundial del cual aún solo podemos ver algunos bordes.
Reordenamiento no solamente geopolítico, con, por ejemplo, una centralidad mundial china, sino también reordenamientos políticos dentro de cada país: estamos ante una experiencia de impacto sobre millones de personas que puede abrir puertas a desenlaces políticos de nuevas sociedades de control en claves nacionalistas y autoritarias.
O bien, por el contrario, podemos asistir a un regreso de la priorización de la salud pública, los Estados reguladores en favor de las mayorías, y a una nueva experiencia de prácticas de solidaridad colectiva y una jerarquización de lo que importa en la vida que no responda ciegamente a las necesidades del mercado.
La pregunta que no calla: ¿cuarentena hasta cuándo?
La palabra cuarentena era lejana, histórica. Hoy es una realidad, aunque no sean estrictamente 40 días. Aún cuesta dimensionar lo que vivimos, la cantidad de pensamientos que no existían 10 días atrás. Todo parece diferente: la calle, la gente, el aire, las posibilidades que se han reducido de manera violenta.
¿Cuándo se volverá a salir a la calle, a bailar, a compartir un mate? ¿Cuándo la cercanía de otra persona dejará de ser una posible amenaza? Por el momento la mayoría de las preguntas no tienen respuesta. Hay que vivir con la incertidumbre y no se la vive igual si se tiene trabajo desde la casa, un pequeño comercio, o si cada día se debe salir a la calle a vender lo que sea.
La situación cambiará cuando exista una vacuna —para la cual países como Rusia, China y Estados Unidos ya están ensayando— y, por lo tanto, un pronóstico de tiempo. Esa vacuna traerá dos asuntos centrales: ventas millonarias y una centralidad geopolítica a quien logre detentarla.