Beber agua fresca no nos ayuda a bajar la temperatura, pero nos da placer... frío. Contemplar las gotas de condensación en el contorno de un vaso con bebida fresca es tan atractivo como hincar el diente a una manzana fresca. Pero ¿por qué el frío nos hace tan felices?
Según un estudio publicado en la revista Appetite en 2013, el frío de los alimentos y su frescor parecen tener más que ver con las sensaciones y el disfrute que con un cambio real de temperatura en el cuerpo.
Los investigadores explican que podríamos caer en el error de pensar que lo frío reduce nuestra temperatura corporal, y por eso nos urge ingerir alimentos y bebidas frías en verano. Sin lugar a dudas, cuando tomamos un trago de agua con limón helado, el placer es inmediato y sentimos que nos vuelve el alma al cuerpo.
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No obstante, la ciencia dice que para enfriar los 60, 80 o 100 kilogramos de los que estamos hechos —y que están a unos 36ºC— necesitaríamos decenas de litros de agua helada, frutas frescas y verduras. O una ducha. Es más, si echamos un trago a una cerveza helada, esta se calentará pocos segundos después en nuestro estómago.
El frescor viene por otro lado. Lo que ocurre es que nuestra boca tiene receptores térmicos que sí detectan el frescor y lo asocian a una bajada de temperatura. Nuestro cuerpo no se refresca, pero nuestra boca nos dice que sí. El placer del frío desplaza la importancia de la capacidad térmica.
Lo importante con las bebidas es la sensación térmica que provoca el frío, más que el frío en sí.
Además, el estudio hace hincapié en otros estudios anteriores que señalan que lo que más quita la sed e hidrata es el agua sin gas. Y que el gas, el azúcar o el alcohol son elementos que deshidratan y que al poco tiempo de haberlos ingerido, nos generan más sed. Aunque nada tiene esto que ver con el goce de beberlos, claro está.