La historia enseña que el proceso de decadencia y caída de los grandes imperios que han existido a través de la historia guardan ciertas similitudes independientemente de la época en la que han ocurrido, la fase del desarrollo de la humanidad en que se produjeron y los grados de avance tecnológico existentes en el momento histórico de su transcurso hacia el declive definitivo después de vivir largos períodos de auge que hacían suponer su eternidad hegemónica.
En la modernidad, tal desenvolvimiento se ve magnificado por la acción de los poderosos medios de transmisión de noticias que son capaces de fabricar circunstancias, contextos y situaciones que entrañan realidades emanadas de la ficción, a tal punto que la Academia Española de la Lengua ha aceptado como válida una nueva palabra para describirlo: 'posverdad' definida como una distorsión preconcebida de la realidad, con el objetivo de implantar y modelar la opinión pública a fin de ejercer influencia en las decisiones que la ciudadanía tome en materia política y social, en condiciones tales que los hechos objetivos pierden predominio, toda vez que las emociones y creencias personales pueden ser configuradas mediáticamente.
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Esto pretendería extender a las ciencias sociales un principio de la física cuántica que establece que es posible que dos personas puedan obtener resultados antagónicos al observar la misma realidad, de lo que se concluye que es posible que coexistan más de una realidad al percibir un mismo fenómeno. Este fundamento permite a los medios informativos construir realidades propias e incluso falsas y transformarlas en verdades, a través de la manipulación de la psiquis de los individuos. Poco importa que a posteriori se demuestre la falsedad de la información dada a conocer. El cerebro humano ya habrá grabado la primera revelación, sabiendo que se han estudiado métodos a través de los cuales el desmentido —si se hiciera— pasa a ser irrelevante ante la fuerza con que se hizo público un acontecimiento que no necesariamente ha ocurrido. El daño ya está hecho.
Como opina el sociólogo español Miodrag Borges, experto en neuromarketing, neuropolítica y comunicación "… a partir de 2012, el neuromarketing se convertiría en la base de los estudios políticos vinculados a las estrategias de campaña".
Borges cita al doctor Matthew Sauvage, de la Universidad George Washington quien elaboró una tesis doctoral sobre neuromarketing político en la que señala que las campañas políticas dependen de datos e información precisa sobre los votantes, incluyendo sus gustos e intereses, sabiendo que de esa manera es posible captar mejor al público y trazar estrategias ganadoras.
En estas condiciones, el neuromarketing se convierte en un instrumento de valor superlativo porque "permite añadir una capa extra de información para analizar aspectos tales como anuncios de televisión o los discursos. En lugar de preguntar a alguien sobre sus pensamientos acerca de un candidato o un anuncio de televisión utilizando por ejemplo un grupo de discusión, se mide cómo reacciona su cerebro, de manera que se puede acceder a ideas sin sesgo, acerca de cómo la persona realmente reacciona a esos estímulos".
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En la actualidad, nociones como el éxito del capitalismo, la invencibilidad de Estados Unidos, su superioridad científica y tecnológica, las óptimas condiciones de vida de su sociedad, la imperiosa necesidad de adoptar sus usos, costumbres, hábitos y gustos, su hegemonía militar, el predominio de su cultura, valores y principios y la preeminencia de su sistema político hacen suponer a buena parte de la humanidad que el triunfo de la potencia norteamericana es irreversible y eterno y que no existe alternativa válida para construir un mundo mejor. Estas ideas han estado siendo sembradas durante años en el cerebro de los ciudadanos, sin que tengan la mínima percepción de ello, por tanto no pueden reaccionar porque llanamente piensan que "eso es así" y no tiene posibilidad de modificación.
El problema para Estados Unidos es que esto ha comenzado a cambiar, en tanto se empieza a manifestar cierta superioridad económica, científica, tecnológica y militar de China y de Rusia, lo cual está configurando el eje principal de la conflictividad global actual. El trance generado por Estados Unidos contra la empresa china Huawei es la expresión más reciente y clarificadora de esta situación.
Más allá de la sensación de victoria que se pretende mostrar, el capitalismo no se puede adjudicar éxitos que avalen tal situación. En el mundo de hoy:
- 821 millones de ciudadanos pasan hambre, es decir el 12,9% de la población mundial;
- 1.100 millones viven en condiciones de extrema pobreza y 2.800 en situación de pobreza, el 14,5 y 36,8% de la población mundial, respectivamente;
- la nutrición deficiente es la causa de muerte del 45% de los niños menores de 5 años, 3,1 millones de niños mueren anualmente por esta causa, 8.500 por día;
- 66 millones de niños asisten a clase con hambre en los países subdesarrollados.
Según la Unicef, se necesitan 3.200 millones dólares para solucionar este problema, un poco menos que lo que cuesta un destructor de los 64 que tiene la Armada de Estados Unidos a fin de desparramar muerte por el mundo.
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- 2.100 millones de personas no tienen acceso a agua potable;
- 4.000 millones (más de la mitad de la población mundial) carece de saneamiento seguro;
- 264 millones de niños no asisten a la escuela.
Todas estas cifras no consideran que según la Unesco en el mundo hay alrededor de 350 millones de personas que no existen, es decir que no tienen ningún tipo de registro de su vida, por lo tanto no son sujeto de estadísticas. ¿Puede entonces considerarse que el sistema económico que rige el planeta es justo? Y que es un éxito que se debe sostener y extender, cuando se sabe que en el planeta existen los recursos necesarios para que todos los habitantes del globo tengan sus necesidades básicas resueltas y su porvenir de vida se inscriba en los ideales que la humanidad ha trazado para todos, no sólo para una minoría.
Sin embargo, cuando uno observa el gasto militar de Estados Unidos, es fácil concluir que la solución de los problemas de la humanidad no es de su interés.
Hace solo unos días se dio a conocer el presupuesto que el presidente Trump envió a la Cámara de Representantes para el año 2020. En esta propuesta, la Casa Blanca está pidiendo un recorte en el nivel general de gastos no relacionados con la defensa en 5% el próximo año por debajo de los límites de gastos federales actuales, una reducción de casi 30.000 millones de dólares, de la misma manera pide que el gasto militar sea aumentado en un 4,7% a 750.000 millones de dólares, en comparación con los 716.000 millones de dólares de este año. Es evidente que Estados Unidos pretende salir de la crisis mediante la guerra, la agresión y el conflicto, de lo que se deduce que su voracidad imperial crecerá aún más en los próximos años.
Toda vez que los recortes en este presupuesto, incluyen los gastos del Departamento de Estado, hasta altos mandos militares retirados de las Fuerzas Armadas de Estados Unidos —entre los que se incluyen a los ex generales David Petraeus y Anthony Zinni y al ex almirante James Stavridis— consideraron que poner el énfasis en el Departamento de Defensa y menospreciar el trabajo del Departamento de Estado, "socava la seguridad y el liderazgo de Estados Unidos". Aducen que solos los militares no pueden garantizar la seguridad del país, por lo que hicieron un llamado al Congreso a proteger el financiamiento del Departamento de Estado. Por supuesto, no hicieron ninguna alusión a las reducciones para salud y educación ni para cooperación internacional, asuntos que no son de su interés.
En términos de mirada estratégica esta visión de los militares, que sin duda refleja la opinión de los que están activos y no pueden hacer consideraciones política de manera pública porque la ley se lo prohíbe, refleja la preocupación suprema de uno de los principales sostenes del poder imperial: se están alejando por la manera errática e improvisada, siendo dirigidos por una camarilla tan extremista que pone en riesgo la seguridad de Estados Unidos.
No obstante, en términos económicos la idea de que Estados Unidos pueda superar su crisis no pasa de ser una quimera, con todas las repercusiones que ello tiene para la estabilidad del sistema internacional: apreciar que la economía de Estados Unidos se puede apuntalar en el mediano plazo, parece bastante incierto. En lo inmediato hay que recordar que durante su campaña electoral Trump prometió que eliminaría la deuda interna antes de concluir su cargo al frente de la administración de su nación, pero la propuesta de presupuesto que acaba de entregar al Congreso proyecta que la deuda nacional se incrementará a 31 billones en 10 años, así mismo expandiría el déficit del presupuesto federal a 1,1 billones de dólares en el próximo año fiscal, al tiempo que exigiría equilibrar el presupuesto para 2034 al conjeturar que la economía podrá crecer más rápido de lo que la mayoría de los economistas anticipan.
En este sentido, vale decir que como nos recuerda Armando Negrete, académico del Instituto de Investigaciones Económicas de la UNAM de México, la economía estadounidense viene manifestando una tendencia a la baja en el ritmo de su crecimiento desde la década de los sesenta del siglo pasado. El investigador mexicano explica que en 1984, la economía estadounidense creció a nivel del 6%, pero fue la última vez que lo hizo, sin poder sostener ese ritmo ni un solo año, al contrario, desde 1980 cuando liberalizó los mercados, su PIB per cápita creció 1,61% anual y apenas 0,6% desde la crisis de 2007. Vale decir que en ese mismo período de 40 años, China creció a un promedio de 9,6% anual.
Desde ese mismo año 1980 el saldo comercial de Estados Unidos ha sido deficitario de forma creciente, sobre todo porque ante el proceso de desregulación de mercados, apertura comercial y ampliación de las finanzas internacionales, las grandes empresas transnacionales estadounidenses optaron por desarrollar un gran ciclo de conexión productivo en el que a Estados Unidos solo le correspondió ser el consumidor final.
Esto genera una dinámica de sobre consumo de bienes que no produce, por lo que sus importaciones son mucho mayores que sus exportaciones, erigiendo un mercado interno en el que la demanda es mucho menor que la oferta, todo lo cual ha conducido a un gran déficit en su balanza comercial a lo cual Trump le ha encontrado falsas explicaciones que pretende resolver con sanciones y aumentos de aranceles. Sin embargo, al cierre de 2018, y después de un año de guerra comercial con China, el déficit comercial de Estados Unidos aumentó, al mismo tiempo que los consumidores de ese país tuvieron que pagar 4.400 millones de dólares por efecto del aumento de los aranceles a China, lo cual hace patente que tampoco esta guerra la están ganando.
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Al respecto, Negrete afirma que la dinámica emprendida por Estados Unidos: "… deslocalizó la producción estadounidense hacia países con mayores niveles de productividad y menores costos, generó un aparato interno industrial/productivo menos competitivo y provocó una caída sostenida en la productividad del trabajo manufacturero. De manera contraria, China, mediante su política de apertura comercial planificada y el establecimiento de zonas francas industriales, desde 1980, atrajo esas cadenas productivas manufactureras hacia sus costas y promovió su integración al mercado mundial desde la esfera de la producción industrial con capital estadounidense, esencialmente, pero también europeo".
Este diagnóstico puede arrojar algunas luces sobre la crisis actual y la situación objetiva de Estados Unidos para intentar salir de ella hacia adelante, lo cual —con el paso del tiempo— se ve más improbable en tanto su papel como potencia hegemónica ha comenzado el declive. Lo cierto es que la crisis de su economía es estructural en tanto manifiesta déficit comerciales crecientes, baja productividad y un exiguo crecimiento, a lo que suma una profunda crisis política y moral que obligó al sistema a buscar a un 'outsider' que los salvara tras el agotamiento de soluciones en los márgenes del establishment.
La recurrencia de Trump a sectores tan atrasados y retrógrados, que rayan en el fascismo, como forma de solución de los problemas, muestra una vía que probablemente establezca la realidad emanada del Twitter presidencial como verdad absoluta, pero que en los hechos está distante de una autenticidad que permita salir de la crisis aunque los medios digan lo contrario.
Así como el revanchismo buscó a Hitler para que sacara a Alemania del marasmo de la crisis económica de la tercera década del siglo pasado y de la humillación de la derrota en la Primera Guerra Mundial, hoy la estructura del poder real en Estados Unidos ha encontrado a Trump para que los salve de la inercia del fracaso de la unipolaridad post guerra fría y del fiasco de su política económica en los últimos 40 años, todo lo cual conduce al fin de la hegemonía que han sostenido por los últimos 120 años.
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