En Bruselas están muy molestos por la actitud intransigente del Gobierno del socialista Pedro Sánchez, porque piensan que los cambios producidos podrían hacer descarrillar la ratificación del acuerdo en la Cámara de los Comunes y que el Brexit salte por los aires.
El primero es una carta firmada por los presidentes del Consejo Europeo, Donald Tusk, y de la Comisión Europea, Jean-Claude Juncker, respectivamente, que declaran que la inclusión de Gibraltar en el acuerdo (artículo 3) no implica ningún reconocimiento de que el Peñón sea territorio del Reino Unido (como podía deducirse del artículo 184).
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La misiva también afirma que el acuerdo entre Londres y Bruselas a propósito de Gibraltar requerirá el consentimiento previo de España. Esas dos ideas fueron incluidas en los anexos de la declaración política (el segundo documento), suscrita por los jefes de Estado y de Gobierno de la UE.
¿Cuál es el valor jurídico de esos tres papeles? Casi ninguno, porque no forman parte del acuerdo formal de divorcio que también debe ser refrendado por los Parlamentos nacionales. Pero la carta del Gobierno del Reino Unido tiene valor —y mucho— porque significa que la opinión de España sobre el porvenir de la Roca no será ignorada. Lo mismo se puede decir de las otras dos declaraciones políticas.
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Sánchez ganó el envite, un método arriesgado, pero habitual, que suelen practicar los Estados miembros de tamaño medio de la UE (como es España), a la hora de abordar grandes y trascendentales negociaciones como la del Brexit. Los Estados pequeños no pueden apostar por falta de fuerza, y Francia y Alemania no lo necesitan porque ellos son los dueños de las cartas y diseñaron las reglas del juego. La historia comunitaria nos ofrece varios ejemplos de envites protagonizados por la delegación española.
Gibraltar es la última colonia de Europa, un territorio no autónomo, fruto de una cesión impuesta a España por el Tratado de Utrecht de 1713. Ha de someterse a un proceso de descolonización, sobre el que la ONU se ha pronunciado a favor.
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Con el paso de los años, la Roca se ha convertido en un señuelo nacionalista para españoles y británicos. También se ha transformado en un descarado paraíso fiscal, un feudo para los traficantes de tabaco, una pintoresca ciudad que da empleo a miles de españoles que viven al otro lado de la frontera, en la bahía gaditana de Algeciras. Hay muchos intereses en juego. Demasiados.
En 2016, con el Brexit ya en marcha, el Gobierno español presentó una nueva propuesta de cosoberanía, que planteaba la doble nacionalidad para los gibraltareños y el respeto de su autonomía. Esa idea parece la única viable, pero se antoja bastante complicada. Más recientemente, dos expertos en Derecho Internacional y Ciencias Políticas, los profesores Alejandro del Valle e Ignacio Molina, han sugerido una solución novedosa: constituir un territorio internacionalizado que pertenezca a la Unión Europea, incorporado a España y no absorbido, pero que conserve la relación privilegiada con el Reino Unido. Es decir, implantar la fórmula de la ciudad de las dos Coronas.
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En el plano práctico eso pasaría por mantener el autogobierno gibraltareño actual pero completado con un estatuto internacional que regulara temas urgentes (navegación, medio ambiente, fiscalidad, finanzas) y necesarios (aduanas, aeropuerto, relaciones exteriores, seguridad, defensa). Suena muy bien, pero aún resulta inalcanzable, dadas las circunstancias.
LA OPINIÓN DEL AUTOR NO COINCIDE NECESARIAMENTE CON LA DE SPUTNIK