Los manuales de Historia recuerdan con detalle aquel desastre militar acaecido en octubre de 1854, durante la Guerra de Crimea, cuando una unidad de la caballería británica se lanzó por error contra una posición artillera rusa y perdió a la sexta parte de sus hombres, antes de dar media vuelta y ponerse a salvo. La primera ministra británica, Theresa May, parece dispuesta a hacer el papel del comandante de la Brigada Ligera, Lord Cardigan, a quien todavía persigue el fantasma de la incompetencia.
El problema de May es que piensa que es una política de la talla política de Margaret Thatcher, considera que tiene su fuerza, convicciones y mano izquierda. Craso error. La Dama de Hierro es irrepetible y May, una simple aprendiza de aquella. Esa idea la ha llevado a acometer una tarea excesiva para ella. Tiene poco margen de maniobra, apretada por la contradictoria oposición laborista, por un lado, y por los euroescépticos y el ala dura de su partido, por otro. Estos últimos le exigen que se retire de la mesa de negociaciones o que fuerce una renegociación, pues consideran que el preacuerdo alcanzado es perjudicial.
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Sobre la cabeza de May pesa la espada de Damocles de una moción de censura capitaneada por el euroescéptico y ambicioso diputado Jacob Rees-Mogg, quien estaba recabando votos en la Cámara de los Comunes para iniciar el pertinente trámite parlamentario y echar a su adversaria. Ella aguanta como gato panza arriba y hace de la necesidad virtud. Por ejemplo, entró en el congreso del partido, celebrado en Birmingham, bailando un tema del grupo ABBA titulado "Dancing queen" (algo así como la "reina de la fiesta"), toda una declaración de intenciones.
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Después de meses de trabajo, las dos partes parieron un documento técnico de 585 folios que avala una especie de vasallaje temporal del Reino Unido, una relación asimétrica que resulta ofensiva para una élite arrogante y desconectada de sus bases electorales. Enfrente de May ha estado Michel Barnier, negociador jefe de la Unión Europea. Barnier tiene una experiencia a prueba de bombas. Fue ministro francés (Medio Ambiente, Asuntos Europeos, Asuntos Extranjeros, y Agricultura y Alimentación) y comisario europeo (Política regional y después Mercado Interior y Servicios Financieros). Es, sin duda, el gran vencedor de esta larga y compleja contienda.
Londres se divorcia pero paga los platos rotos. Sale mucho más debilitada. Se marcha del club comunitario pero tendrá que cumplir, al menos hasta finales de 2020, las normas que lo rigen. Renuncia a la voz y al voto, pero no a las obligaciones comerciales y legales. Por ejemplo, se certifica la supremacía jurídica del Tribunal Europeo de Justicia de Luxemburgo (siempre durante el periodo transitorio).
El borrador garantiza los derechos de los tres millones de trabajadores europeos que viven en el Reino Unido y del millón de británicos en los 27 Estados miembros siempre que tengan residencia al terminar la transición. También estipula la factura de la salida, cuando afirma que Londres "respetará su parte de las obligaciones financieras adquiridas mientras era parte de la Unión". Eso se refiere a su contribución a los presupuestos comunitarios de 2019 y 2020, y a sus aportaciones al Fondo Europeo de Inversión o al Banco Central Europeo. Se trata de 50.000 millones de euros, según los cálculos de los especialistas.
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Según el líder laborista, Jeremy Corbyn, el acuerdo de retirada es el peor de todos los posibles y "malo para el Reino Unido". Tiene toda la razón. Pero él no es nada europeísta que digamos. Su indecisión también ha influido en el pésimo resultado conseguido.
En resumen, el documento es un desastre para el Reino Unido, porque para controlar la inmigración, el dinero y las leyes, tendrá que pagar un sobrecoste colosal difícil de cuantificar.