El libro, de nuestro colaborador Diego Manuel Vidal, fue publicado en octubre de 2017 en Argentina por la Editorial Nuestra América. Incluye además un prólogo de Silvio Rodríguez y 26 fotos, así como fragmentos de discursos o frases.
Despuntaba diciembre. Era un día apacible, soleado y con una agradable temperatura que anunciaba la cercanía del invierno caribeño. Las calles de La Habana tenían el hervidero normal de un día de semana, como todos los viernes el trajín de las guaguas (ómnibus) se llenaba con los estudiantes que salían de las becas de El Vedado hacia sus casas. La Capital cubana estaba tironeada en esa jornada por dos eventos contrastantes, pero de multitudinaria convocatoria. Comenzaba el Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano, que atraía artistas y visitantes de todo el mundo, además de los cientos de cubanos que podían aprovechar a ver cine de todas las calidades y después pasarse horas en las calles discutiendo sobre el séptimo arte.
Los tambores de guerra de George W. Bush sonaban en busca de venganza o justificación para cobrar cuentas históricas con sus adversarios. Y Cuba era uno de ellos, el más cercano geográficamente y que al mismo tiempo llevaba décadas desafiando a la mayor potencia mundial sin rendirse. Entonces la visita al foro, que esta vez organizaba la Revolución cubana, tenía participaciones rutilantes: Luiz Inácio 'Lula' da Silva, Evo Morales (en ese tiempo un dirigente cocacolero boliviano cuya imagen comenzaba a surgir fuera de las fronteras de Bolivia), el ex jefe guerrillero salvadoreño Schafik Hándal, del Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional, entre otros dirigentes de la izquierda latinoamericana.
Cuando traspasé la entrada de El Nacional, emblema de la hotelería insular, lugar testigo de la historia de este país y con una privilegiada ubicación por sobre el nivel del mar frente al Malecón, sentí enseguida la atmósfera más fútil que envuelve a la cultura del cine y me relajé dispuesto a conversar con quien se prestase.
Pasado el mediodía, después de haber estado en una plática suelta e informal en un rincón del amplio jardín del hotel, llegó uno de los organizadores con el aviso de que ya estaba listo el transporte para ir al estreno del film argentino 'Nueve reinas'. Los avisados se levantaron y convidándome a acompañarlos, encararon hacia la salida. De ese modo acabé compartiendo aplausos y felicitaciones del público con mis coterráneos Ricardo Darín y Gastón Pauls, consagrados actores ambos, al finalizar la función en el cine Payret de La Habana Vieja.
Salimos de la sala cuando atardecía y antes de despedirme prometí reencontrarnos después de la cena. Algo que no llegaría a cumplir una vez decidido a asistir a la clausura del Foro de Sao Paulo, que sin dudas realizaría el Comandante en Jefe Fidel Castro Ruz.
Después de cenar y al entrar en el hemiciclo del PALCO, fui a ubicarme en el espacio indicado para los periodistas extranjeros, cuando entonces entró Fidel Castro y se ubicó en el centro del estrado, acomodó el micrófono y mirando a su alrededor dijo con sorna: “voy a pararme aquí para controlar que nadie se duerma”. Se descargó la carcajada general de quienes corrían a sus asientos, sorprendidos todavía con la presencia del Comandante. Comenzaba el cierre del Foro de Sao Paulo. Eran las nueve de la noche y Fidel arrancaba su exposición que acabaría cinco horas después.
"¿Quién es el quinto?", preguntó. Levanté el brazo derecho y con la mano izquierda señalé mi pecho. Entrecerró los ojos, como si lo hubiese acorralado, y con el dedo índice señaló el camino que debía recorrer para sumarme al convite. Cuando pasé junto al ministro de Cultura de Cuba, Abel Prieto, éste me dijo al oído "mañana me cuentas, no sabes la velada que te espera" y soltó una risa socarrona.
Me sumé al resto de los colegas y dos fortachones escoltas nos guiaron al interior de un pasillo, subimos escaleras internas y acabamos en una especie de living. Allí nos quedamos a esperar. Todos estábamos ansiosos, con los nervios tan cargados que el cansancio acumulado se disolvía en la adrenalina de calcular las preguntas y los temas que aparecerían en la tertulia.
Luego de dos horas entró Fidel, como un torbellino comenzó a dar explicaciones y pedir disculpas por la demora. Apoyado sobre sus nudillos en la mesa ubicada en el centro de la sala, nos invitó a cenar. Eran las seis de la mañana. Poco después extendería la proposición para desayunar y más tarde almorzar, sin necesidad de levantarnos de las sillas.
Fidel no tomaba alcohol, tampoco probó el marisco. Delante de él se iban acomodando frutas tropicales cortadas, queso blanco y yogurt. Entre el ruido de los cubiertos y platos, comenzó a hablar. Allí mismo nos miramos y todos caímos en cuenta de que no tendríamos casetes suficientes para grabar el diálogo, ni le habíamos pedido permiso para hacerlo. Entonces Castro indicó a su secretario que nos ayudara. De inmediato volvió el mesero trayendo en su bandeja varias cintas vírgenes para nosotros y un grabador para Fidel.
"Yo también los voy a grabar, para que después no anden publicando cualquier cosa", nos alertó con ironía y todos aflojamos la tensión entre risas. Así comenzaba una entrevista que duró ocho horas y con fondo gastronómico.