Efectivamente, las huestes terroristas se han retirado de la tercera ciudad más importante del país. Pero la han arrasado combatiendo en cada edificio y en cada esquina y finalmente han practicado la táctica de la tierra quemada. Ni siquiera se ha salvado de la destrucción la centenaria mezquita desde la que el temible Abu Bakr Bagdadi se autoproclamó califa del Estado Islámico en julio de 2014.
Luego vinieron las fotos de rigor, todos sonrientes, y un breve discurso televisado a la nación: "Anuncio desde aquí el fin y el fracaso del falso Estado Islámico que el grupo terrorista Daesh (proscrito en Rusia y otros países) anunció desde Mosul hace tres años", dijo.
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El primer ministro subrayó que se trataba de una "victoria iraquí" cosechada sin la presencia de soldados extranjeros sobre el terreno.
Pero lo difícil no es llegar sino mantenerse. A los iraquíes les tocará reconstruir otra ciudad llena de ruinas y desolación, y restablecer la estabilidad en una zona machacada por la tortura y el asesinato, el miedo y la extorsión.
Para evitar que los miembros del autodenominado Estado Islámico se movieran hacia Erbil, la capital del gobierno autónomo kurdo, y la ocuparan, fuerzas kurdas se desplegaron por amplias áreas de la planicie de Nínive, situada al nordeste de Mosul, una comarca disputada por árabes y kurdos. Lo mismo ocurrió en la provincia de Kirkuk, rica en yacimientos petrolíferos.
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Según la Constitución iraquí aprobada tras la muerte de Sadam Husein, el futuro de estas zonas debería decidirse en un referéndum que ha sido pospuesto en varias ocasiones. La guerra ha generado otra realidad. Mientras que hasta 2014 era Bagdad quien controlaba estas áreas en disputa y tenía un motivo para retrasar cualquier posible cambio, ahora los kurdos son los ocupantes y están en la posición dominante.
El número de militares iraquíes caídos se esconde como un secreto de Estado, pero se presume bastante abultado, dada la dureza de la batalla. La campaña para recuperar la ciudad a la civilización ha costado más ocho meses de cruentos combates, terribles bombardeos y demasiados mártires inocentes.
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A la significativa derrota en Mosul se ha unido la noticia de la muerte de Al Bagdadi. La dan por confirmada fuentes de la provincia iraquí de Nínive y el Observatorio Sirio de Derechos Humanos.
Si se verificara fehacientemente la desaparición de Bagdadi —que masticó su fanatismo en la cárcel clandestina norteamericana de Camp Bucca en 2004—, eso representaría un duro golpe para la organización, pero no un hecho determinante que implique su exterminio.
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El Daesh está muy debilitado y casi ha sido vencido en el campo de batalla tradicional. Su poder ha menguado en Siria e Irak, pero su nombre no va a desaparecer todavía del tablero de Oriente Medio. No ha muerto. En estos años de expolio y represión, la organización terrorista se ha convertido en una máquina engrasada de matar cuyos tentáculos se reproducen, aunque sean cercenados de raíz, como si fueran las serpientes venenosas de la cabeza de la Medusa, el monstruo mitológico griego.
Al Raqa es mucho más pequeña en extensión que Mosul pero tampoco va a suponer una victoria fácil. A las fuerzas que se enfrentan a los terroristas les esperan escudos humanos, túneles subterráneos repletos de explosivos o dispuestos para ocultarse, minas, coches bomba, drones bomba y emboscadas, algunas de ellas en zonas presuntamente liberadas con anterioridad. Usan cualquier treta sin importarles los principios morales.
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Una desesperación máxima que les empujará a escenarios más brutales si cabe, donde tienen cabida las armas de destrucción masiva, es decir, químicas, biológicas o atómicas. Por eso sueñan delirantes con sembrar el pánico, envenenando el río de una gran ciudad o atacando una central nuclear. Daesh seguirá vivo hasta que no se desactive a su último militante.
LA OPINIÓN DEL AUTOR NO COINCIDE NECESARIAMENTE CON LA DE SPUTNIK