"Estos versos los hice yo; otro se llevó los honores"
Virgilio
De tales misterios quizás el más sensible sea el concerniente a la autoría real del texto literario. Todo libro —valga la perogrullada— tiene un autor, pero no siempre su identidad coincide con el nombre impreso en la portada aunque la tradición así lo haya fijado. No me refiero, valga la aclaración, al uso de seudónimos por parte de muchos escritores. Es comprensible que los chilenos Gabriela Mistral y Pablo Neruda se procurasen nombres más eufónicos que los de Lucila de María del Perpetuo Socorro Godoy Alcayaga y Neftalí Ricardo Reyes que aparecen en sus respectivas actas de nacimiento. O que el guatemalteco Enrique Gómez Tible —quien rubricara sus crónicas y novelas como Enrique Gómez Carrillo— trocase su apellido materno para conjurar el apodo de 'Comestible' que le zahirió en su adolescencia. Aludo más bien a esas extrañas ocasiones en las que el autor permanece en las sombras por las más diversas razones.
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El más extravagante y reciente de tales casos es el del estadounidense Jeremías 'Terminator' Leroy, un escritor de aspecto andrógino, seropositivo y de apenas veinte años, convertido en autor de culto tras la publicación en 1999 de 'Sarah', la novela autobiográfica en la que refería con una marcada vocación por el realismo sucio los abusos que había sufrido en su adolescencia y el calvario de drogas y prostitución a que ello lo había conducido. No fue hasta el año 2005 que el mundo supo que 'Sarah' y las otras dos novelas firmadas por J.T. Leroy las había escrito realmente una mujer de 41 años llamada Laura Albert y que su cuñada Savannah Knop —tras grandes lentes negros y su evanescente sexualidad— era quien encarnaba al 'escritor' en sus escasas apariciones públicas.
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— Sputnik Mundo (@SputnikMundo) 23 de octubre de 2016
Rebajar la labor de Dumas a la de un talentoso editor sería un crimen de lesa literatura; rebajar la de Maquet a la de ingenuo escribiente otro crimen y un error: desde que entró a trabajar en la 'factoría Dumas' Maquet sabía que su destino como escritor era el olvido, un olvido que no llegó a ser total porque un buen día decidió llevar a juicio a su jefe por cuestiones de dinero (inequitativo reparto de beneficios fue la acusación). No lo ganó, pero su figura cobró desde entonces un vigor inusitado y sembró para siempre la duda razonable acerca de qué mano pergeñó realmente todas esas tramas laberínticas y apasionantes que cortejan hasta hoy la imaginación del lector adolescente. Se cuenta que en cierta ocasión Dumas le preguntó a su hijo, también escritor, si había leído su última novela y éste le contestó con un dejo de ironía que habría satisfecho a Maquet: "yo sí, ¿y tú?"
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Acaso nunca sepamos la verdad oculta tras estas u otras especulaciones similares. ¿Vivió Marco Polo las aventuras de sus viajes? ¿Escribió Corneille las obras de Molière? ¿Es una falsificación 'El diario de Ana Frank'? Poco importa. La certidumbre es una y debe servir de consuelo: la literatura es pródiga en misterios que habitan más allá de las páginas de los libros.