En efecto, según el 'Atlas de las Lenguas en Peligro en el Mundo', elaborado por la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (Unesco), unas 2.500, de las cerca de 6.000 que se hablan en el planeta, están en peligro de ir a parar al mismo cementerio donde reposan desde hace siglos los verbos sin vida del acadio, el sánscrito, el etrusco y el latín, junto a los huesos tibios, y ya nada sustantivos, del dálmata, el livonio, el ubije y el manés. El mismo texto de la Unesco aporta datos precisos y devastadores sobre México, donde existen "21 lenguas en situación crítica, 33 en peligro, 38 en serio peligro y 52 vulnerables", cifras que ubican al país en el quinto lugar de los más afectados por ese problema.
Porque ciertamente lo es. La extinción de una lengua no sólo supone la pérdida de un bien patrimonial intangible, supone asimismo la destrucción de una visión diferenciada del mundo. Además de un hecho cultural, toda lengua constituye una forma de desnudar el alma de esa misma cultura a la que sirve de expresión.
No es un caso extremo —el Atlas de la Unesco la clasifica como "vulnerable"— como tampoco lo es el del purépecha (o tarasco, por nombre alternativo). Con más de un millón de hablantes, el náhuatl está muy lejos de los riesgos letales que acechan a lenguas como el cucapá, el pápago o el kaqchikel, que apenas si hablan un centenar de personas; o el ayapaneco, el tuzanteco o el awakateco, que pueden contarse con los dedos de las manos sus hablantes. Destinadas a morir de "muerte cultural" en poco tiempo, su decadencia ilustra la degradación que sufre hoy en día la "linguodiversidad" mexicana.
Babel mesoamericana
En cualquier caso, todas han sido víctimas de similares procesos de anulación cultural que explican tanto el lento desgaste como la extinción de algunas de las muchas lenguas que en tiempos lejanos hicieron de estas tierras la Babel mesoamericana. Pues también aquí, como refiere una vieja leyenda tolteca recogida por el historiador mexicano Fernando de Alva Cortés Ixtlilxóchitl (1568—1648), los sobrevivientes de un diluvio iniciaron la construcción de una gran torre para protegerse de una eventual segunda inundación, pero no pudieron concluir su trabajo porque sus lenguas fueron confundidas y ya nunca llegaron a entenderse.
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A esa anulación cultural tributaron —y tributan— en diverso grado y orden la carencia de escritura de la mayoría de las lenguas amenazadas y la discriminación y marginación de la que resulta víctima la población indígena. Si lo primero dificulta una mayor difusión de las lenguas, y propicia que las palabras que las conforman se las lleven sin regreso los vientos huracanados de la civilización, lo segundo conduce a que por pura necesidad de sobrevivencia sus hablantes terminen por asimilarse a una cultura globalizada que enarbola la homogeneidad como signo de progreso.
"El único indio bueno es un indio muerto", afirmó en otro tiempo y lugar el general estadounidense Philip Henry Sheridan, frase en cuya esencia pervive el tema de estas líneas. Sólo que ahora no se destruye el cuerpo del indio bueno sino su espíritu, ese que hablaba a través de lenguas cuyo silencio funerario no fue el corolario de un ciclo natural de nacimiento, crecimiento y muerte —como el del latín que fundó un imperio, se transformó en las lenguas romances de sus colonias y malvive en la liturgia momificada del catolicismo— sino consecuencia trágica del vasallaje y el sojuzgamiento que junto a credos de cualquier signo y valores cuestionables con vocación de universalidad impusieron una lengua, y la cultura a la que da voz, en una geografía donde convivían etnias y lenguas diversas.
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En esa cultura única, como lo padece en carne viva la población indígena del México contemporáneo, no hay cabida para la diferencia, que no es "buena", que sólo engendra desprecio, que se traduce en rechazo y prohíja la exclusión.
En un país como México, en el que desaparecen sin que nadie rinda cuentas desde fondos públicos hasta seres humanos, acaso resulte insubstancial para algunos el sensibilizarse por la desaparición lenta pero constante del patrimonio cultural intangible que constituyen sus lenguas autóctonas.
Pero el purépecha no debe dormirse en la gloria engañosa de su sobrevida, pues siguen presentes las razones que llevaron a la desaparición de lenguas hermanas. Sólo así ese "lugar de piedras grandes" (K'erendarhu, Querétaro) podrá mantener vivo el orgullo tarasco de haber sido elegido alguna vez como la voz española (o españolizada, para consentir a los puristas) más hermosa del mundo.
LA OPINIÓN DEL AUTOR NO COINCIDE NECESARIAMENTE CON LA DE SPUTNIK