El Grupo de los Siete (G7) ha enseñado los dientes a Rusia. Los máximos representantes de Estados Unidos, Japón, Reino Unido, Alemania, Francia, Canadá, Italia y la Unión Europea (UE) han advertido en un comunicado conjunto de 32 páginas que, si lo estimaran oportuno, podrían reforzar las sanciones económicas impuestas a Moscú por la crisis ucraniana desde marzo de 2014.
Según confirmó posteriormente el propio primer ministro británico, David Cameron, en un par de tuits matutinos, el G7 "se ha puesto de acuerdo en la vital importancia de la prórroga de las sanciones en junio" y tiene "claro que las sanciones existentes deben continuar hasta que los acuerdos de Minsk se cumplan por completo".
Cuando emplean la táctica del palo o la zanahoria, los mandamases del G7 no tienen en cuenta que así los rusos no funcionan. Esas palabras son contraproducentes pues tienen un efecto deliberadamente pernicioso. Por otro lado, el estilo del texto pone en evidencia la falta crónica de confianza que siente este grupo neoliberal hacia la Administración de Moscú, encarnada en el presidente Vladímir Putin.
Lo cierto es que las sanciones, que buscaban la estrangulación económica de Rusia, no han sido tan eficaces como pensaban en Washington o Londres. De hecho, no han conseguido espantar a los inversores extranjeros que acogieron favorablemente una reciente emisión de deuda rusa a diez años en eurobonos. El freno a los mercados internacionales ha sido pues un rotundo fracaso. En materia comercial sí se han notado serias consecuencias, pues muchos productos básicos elaborados han dejado de ser importados desde Europa, lo que ha provocado el aumento del índice de la inflación.
Los británicos decidirán en breve mediante un referéndum si permanecen —"Bremain"— o dejan —"Brexit"— el club de Bruselas. La primera opción se basa en razones utilitarias; la segunda, en criterios identitarios. Del resultado del plebiscito depende el futuro de Europa, desgarrada por una crisis interna sin precedentes.
Los periodistas que cubrieron la 42º cumbre del G7 se volcaron esta vez en los detalles de la histórica visita del presidente Barack Obama a Hiroshima, la ciudad japonesa devastada por la primera bomba atómica lanzada en 1945 por un B-29 de la USAF.
El Grupo de los Siete nació en 1975 en el contexto de un mundo bipolar, completamente distinto del actual, que ahora se caracteriza por la globalización y el multilateralismo. La iniciativa corrió entonces a cargo de Washington y tuvo un marcado impulso financiero e industrial.
Tras el colapso de la URSS, Rusia fue invitada en 1997 a sumarse a este selecto círculo de naciones, conformando así el G8, pero fue expulsada bruscamente en 2014 a consecuencia de los sucesos ocurridos en la península de Crimea.
Su influencia se ha basado, hasta ahora, en el enorme poder de sus socios en las institucionales internacionales, especialmente en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, el Fondo Monetario Internacional (FMI), el Banco Mundial y la Organización Mundial del Comercio (OMC). Pero la imparable caída de peso de Occidente en la economía mundial y la creciente importancia de potencias emergentes en Asia, África y América Latina como China, Sudáfrica o Brasil han ido menguando considerablemente su autoridad. Sus soluciones y estrategias ya no son decisivas, como lo eran antaño.
En cualquier caso, las cumbres del G7 aún siguen sirviendo para consensuar y visualizar las posiciones de cada uno de sus asociados en temas de relevancia estratégica. Y sus amenazas a la Federación Rusa, vestigios retóricos de la Guerra Fría, no son buenas noticias para el mundo.
LA OPINIÓN DEL AUTOR NO COINCIDE NECESARIAMENTE CON LA DE SPUTNIK
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