Quizás por estar asentada la capital en la zona B de las cuatro en que el SSN divide el país y en la que no son muy frecuentes los temblores de tierra, quizás porque el "sismo del Ángel" que el 28 de julio de 1957 estremeció a la ciudad de México con 7.7 grados de intensidad sólo dejó un saldo de 52 muertos (y el desprendimiento de la estatua del ángel que corona la Columna de la Independencia, de ahí su sobrenombre), nadie estaba preparado para el escenario de guerra que se revelaría con el paso de la horas y cuya magnitud suele compararse con la devastación que habría dejado la explosión de mil 114 bombas atómicas de 20 kilotones cada una (la que se lanzó sobre la ciudad de Hiroshima era de 16 kilotones).
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Hija también del temblor del 85 fue la conciencia adquirida por una población que supo de la eficacia de organizarse bajo criterios propios. A la formación de la misma coadyuvó una realidad que el sismo puso en evidencia trágicamente: la corrupción que corroía las entrañas del gobierno. La certeza de ello la ofrecían todos esos edificios colapsados, que en su inmensa mayoría no rebasaban los 30 años de erigidos —mientras que construcciones más antiguas, como el Palacio Nacional y la Catedral Metropolitana, del siglo XVI ambas, fueron capaces de sostenerse en pie ante las embestidas telúricas-, resultado no sólo de la falta de una reglamentación que rigiera la edificación de inmuebles en terrenos blandos, sino también de la negligencia criminal y de la expedición de licencias de construcción hijas del soborno.

Por aquellos días la palabra "democracia" recobró su verdadero significado en un país acostumbrado a los dictados verticales del poder, cuando la política —en tanto "ordenamiento de la ciudad o los asuntos del ciudadano"- dejó de ser coto exclusivo de los partidos y a través de organizaciones sociales ajenas al gobierno se abrió a la participación de una ciudadanía a la que las múltiples tareas asumidas una vez aquietada las ondas sísmicas —del rescate de personas a la ayuda psicológica a las mismas, del desalojo de escombros a la demolición de los vestigios de las construcciones afectadas- habían preparado para rediseñar su futuro y hallar soluciones a las urgencias desatendidas por la parálisis del gobierno. Por aquellos días se incubó al calor de la fe en la democracia recobrada y en la esperanza del cambio posible lo que sobrevendría quince años después: el colapso del Partido Revolucionario Institucional (PRI) en tanto instituto político gobernante como mismo había sucedido antes con tanta edificación, en apariencia sólida, durante aquellas jornadas septembrinas de pánico y psicosis colectiva. El símil, acaso pueril, revela no obstante una verdad inobjetable: el monolito de poder ejercido por el PRI fue sin dudas la última de las estructuras humanas que cedió ante los resquebrajamientos provocados por el sismo terrible de 1985 y el tic tac enmudecido de aquel reloj devenido en icono de la tragedia fijó para siempre el inicio del fin de una forma de gobierno anquilosada y autoritaria.
LA OPINIÓN DEL AUTOR NO COINCIDE NECESARIAMENTE CON LA DE SPUTNIK