La dimisión forzada de Pérez Molina, fiel aliado de Estados Unidos, supone una decisión histórica y representa un triunfo determinante del pueblo guatemalteco, una victoria que transformará el panorama sociopolítico de este pequeño país centroamericano y que tendrá consecuencias en los Estados vecinos, especialmente en Honduras.
"Es la primera vez que se mueve el tapete de la impunidad y el crimen organizado", sostiene la líder indígena guatemalteca y Premio Nobel de la Paz 1992 Rigoberta Menchú. El poder de las calles ha hecho posible que se cayera ese "tapete", lo que fortalecerá la democracia y el estado de derecho en Guatemala, un país con altos índices de pobreza y que salió en 1996 de una guerra civil que duró 36 años. Por eso es reseñable destacar que las manifestaciones contra los altos cargos del Gobierno han sido esencialmente pacíficas, ejemplares, voluntarias y democráticas. No hubo desórdenes públicos, ni cortes de tráfico.
La brillante iniciativa guatemalteca tiene cierta similitud con los Indignados, ese vasto movimiento de protesta contra la corrupción que sacudió a España desde 2011 y que provocó la irrupción de dos nuevas formaciones: Ciudadanos y Podemos. Otros analistas ven, sin embargo, más paralelismos con la Primavera Árabe, esa corriente de alzamientos populares iniciados en Egipto en 2010 y que se extendieron por Túnez, Libia y otras naciones árabes, con resultados bien distintos unos de otros.
En cualquier caso, como señala Prensa Libre, el periódico más influyente del país, "la Guatemala que aún parecía atada a un temor heredado de los años de la represión militar se atrevió a romper el silencio y salió a las calles para gritar su repudio a la corrupción". El mandatario está acusado desde el 21 de agosto de liderar una mafia de corrupción financiera denominada "La Línea" que defraudó millones de dólares a la Superintendencia de Administración Tributaria (SAT). El grupo de delincuentes cobraba sobornos a empresarios para permitirles evadir impuestos.
Pérez Molina, con un pasado nada limpio en materia de violaciones de los derechos humanos, se ha aferrado a la poltrona hasta el final. Parecía dispuesto a seguir ejerciendo —hasta enero de 2016-, a pesar de que prácticamente todos los estamentos sociales —la patronal, la iglesia católica y evangélica, los sindicatos- le habían dado la espaldas, a excepción del apoyo institucional de las Fuerzas Armadas. Sus abogados estuvieron poniendo todos los obstáculos legales posibles, recurriendo todas las decisiones tanto judiciales como políticas. La última fue un recurso de amparo ante la Corte de Constitucionalidad que fue desestimada, lo que despejó el camino a su procesamiento judicial.
Finalmente hasta sus propios adeptos le traicionaron. La puñalada final se la asestaron en el Congreso el 1 de septiembre. Por unanimidad. Los diputados de su Partido Patriota se pronunciaron a favor de retirarle la inmunidad política, una moción que obtuvo 132 votos de los 158 que integran el poder legislativo. Está claro que todos los parlamentarios actuaron como lo hicieron porque querían beneficiarse políticamente de las inmediatas elecciones generales, previstas para el domingo 6 de septiembre, donde debían renovarse presidente, vicepresidente, miembros del Congreso y alcaldes.
En otro orden de cosas, el magnífico éxito del pueblo de Guatemala dará muchos ánimos a sus vecinos de Honduras. Allí se vive desde el mes de mayo la "marcha de las antorchas". Promovidos por la "Oposición Indignada" (el símil con España resulta obvio), los manifestantes exigen la dimisión del presidente Juan Orlando Hernández (de derechas), acusado de corrupción, y la creación de una comisión internacional que luche contra la impunidad de la misma manera que lo está haciendo la guatemalteca desde 2006.
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Todavía es pronto para pronosticar si el escenario de Guatemala se repetirá en Honduras. El tiempo lo dirá. Sin embargo, parece lógico pensar que Juan Orlando Hernández está muy preocupado por su futuro político.
LA OPINIÓN DEL AUTOR NO COINCIDE NECESARIAMENTE CON LA DE SPUTNIK
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