El acontecimiento es histórico y todo el mundo así lo ha comprendido. Ríos de tinta han corrido hablando del tema, desde todos los ángulos posibles (así se solía decir cuando apenas éramos modernos, ¿cómo calificarlo ahora cuando todos estamos digitalizados y escribimos en ordenador: ¿ríos de bytes?). El hecho de que Cuba y Estados Unidos, pasando por encima de cinco décadas y media de hostilidad y, aparcando a un lado (al menos de momento) sus diferencias, hayan podido restablecer sus relaciones diplomáticas, ha constituido un acuerdo político ejemplar y por eso la imagen del día 20 de julio pasado fue la de una bandera cubana ondeando en una reabierta embajada de la isla en Washington, como la del venidero 14 de agosto será la de John Kerry observando el izamiento del panteón norteamericano en una ya abierta embajada estadounidense en La Habana.
Como escritor y periodista me ha tocado, en todo ese proceso, tratar de responder a las muchas interrogantes que colegas de diversas partes del mundo se hacen (me hacen) sobre cómo se han vivido en Cuba esos acontecimientos y, con especial insistencia, cómo se vivirá en la isla en el futuro, ahora que las tensiones han bajado. Y mi respuesta, matizada de muchas formas y sintetizada en estas líneas, siempre ha sido la misma: estamos al inicio de un proceso y el futuro, como suele ocurrir, aun no ha llegado y puede arribar —en su momento- con los más disímiles disfraces. Y ese futuro, he agregado, está muy condicionado no solo a que existan relaciones diplomáticas, sino a que sean unos vínculos normales, lo cual no podrá suceder mientras esté actuando la Ley de Embargo que impide, entre otras cosas, el comercio normal entre los dos países y significa, todavía, una pesada carga económica y financiera para la isla del Caribe.
Varios de mis interrogadores, invocando mis facultades de gurú (o pensando quizás que soy babalao, o sea, el sacerdote de la religión afrocubana que es capaz de predecir el porvenir), al abordar el momento histórico han tocado un tema que me resulta especialmente visceral y al que, por ello, le he dedicado más atención: ¿cómo enfrentará La Habana una eventual avalancha de turistas y negocios norteamericanos? ¿La ciudad detenida en el tiempo, bastante deteriorada por pobrezas y olvidos, se convertirá en otra en unos pocos años? ¿La Habana con M gigantes y relucientes de McDonald's y sin sus viejos carros norteamericanos dándole carácter a sus calles?
En tanto asumo esa pertenencia y la practico de manera militante, he expresado en mi obra la preocupación por el presente de mi lugar. El destino actual de La Habana me duele por su deterioro masivo, por la pérdida ya irreparable de edificios y zonas enteras de la urbe. Me duele por su estancamiento físico mientras se produce un crecimiento demográfico capaz de generar hacinamiento, maltrato de los inmuebles, vidas condenadas a la promiscuidad, surgimiento incluso de barrios insalubres en la periferia. Esa decadencia en el espacio urbano, provoca que el hecho de que la ciudad parezca detenida en el tiempo es solo un espejismo: La Habana ha evolucionado, pero no de la mejor manera. Ha envejecido mal, y tanto, que a veces su reconocimiento y la práctica de la pertenencia se hacen complejas.
Para universalizar y hacer más visible mi relación casi traumática con La Habana del presente, puedo acudir otra vez a Vázquez Montalbán y su personaje, el detective Pepe Carvalho, tan cercano en muchos rasgos a mi personaje de Mario Conde… Decía el hombre de Barcelona: "El caso es que están destruyendo la ciudad de mi infancia, y del personaje de Carvalho. Están sustituyéndola por otra ciudad, pero también están rompiendo mi imaginario, y no es casualidad que muchas de las últimas novelas de Carvalho no tengan la acción situada en Barcelona: me siento desorientado. [Porque] Esta ciudad tenía sus referentes, como todas las ciudades".
Conde y yo hemos sentido la misma desorientación en una Habana que sin cambiar ha cambiado: física y espiritualmente. Los sitios referenciales se han ido deteriorando o desapareciendo a mi alrededor, y aunque es lógico que eso ocurra con el paso del tiempo, la contralógica habanera muchas veces tiene que ver con la desaparición o el deterioro sin que nada pretendidamente mejor lo sustituya. Cines, parques, cafeterías, calles que no son lo que fueron ni son lo que deberían ser.
Como escritor y como ciudadano habanero me encuentro oteando unas perspectivas de futuro que son necesarias para los habitantes de la ciudad, pero que podrían alterar las esencias de su carácter. ¿Qué es lo mejor? Pienso que, sin dolores de parto y vientres que se desinflan, no nacen nuevas criaturas. Quizás ese sea el precio: dolor y cambio de imagen. Ojalá que, de producirse —y debe producirse- La Habana que alguna vez renacerá se parezca mucho a la que hoy la gesta, pero que, como todo lo que forma parte de la evolución de los organismos vivos, sea mejor. Aunque Mario Conde y yo nos sintamos más perdidos, nos volvamos más nostálgicos.
LA OPINIÓN DEL AUTOR NO COINCIDE NECESARIAMENTE CON LA DE SPUTNIK
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