
Es el imperio mediático, el mismo que controlan los financieros, banqueros e industriales de Sao Paulo y que mandaron a manipular las cifras de asistencia de las manifestaciones contra la corrupción del pasado 15 de marzo y 12 de abril.
Esos que junto al gobernador del estado y miembro de la oposición con el Partido Social Democrata de Brasil (PSDB), Geraldo Alckmin, influyeron sobre la Policía Militar de Sao Paulo para que divulgase la cifra de un millón de manifestantes cuando resultaba evidente que estos apenas superaron los 200.000.
Ejerciendo su poder como dueños de los medios de información en el país, la total ausencia de manifestaciones contra el gobierno en la región Nordeste, la más pobre del país y principal semillero de votos del gobierno, fue totalmente omitida. Lo mismo que ocurrió con las manifestaciones sindicales a favor de Petrobras y del gobierno de Dilma Rousseff, las cuales apenas tuvieron cobertura informativa y fueron ninguneadas por sus opinadores políticos. Es decir, el 51,4% de votantes en las elecciones presidenciales del pasado octubre que no cuentan para los grandes medios.

Es la derecha brasileña, la que pide una intervención militar a gritos mientras denuncia la corrupción en Petrobras. Eso sí, la corrupción a partir del año 2003, no vaya a ser que se averigüe que las prácticas irregulares en la petrolera ya eran algo habitual en el gobierno de Fernando Henrique Cardoso (PSDB), algo que ya dejó entrever la presidenta Rousseff cuando pidió que se investigase la petrolera entre 1995 y 2002.
Esa minoría blanca, elitista y conservadora de la clase alta brasileña y no la clase media, como nos hicieron creer, es la que salió a las calles para exigir la deposición de una presidenta elegida democráticamente hace apenas 6 meses. Algo que demostró la última encuesta de Datafolha cuando desveló que el 73% de los manifestantes en Sao Paulo se consideraba de raza blanca, el 83% se declararon votantes de Aécio Neves y el 41% tenían un salario 20 veces mayor al salario mínimo en Brasil.
Si por ellos fuera, Petrobras, y con ello la soberanía energética del país, sería subastada mañana mismo, a pesar de que las encuestas revelan que el 61% de los brasileños es contrario a perder su mayor empresa. Una circunstancia para la que compañías como la angloholandesa Shell, que recientemente adquirió mediante una fusión estratégica las participaciones en el presal de la empresa BG Group, vienen preparándose desde hace años. Un negocio redondo para los dueños del capital en Brasil que dejaría sin inversión de la noche a la mañana a todos lo programas sociales de la última década, todo ellos dependientes de la venta de las commodities del petróleo.
Brasil no es un país cualquiera. Su tamaño, sus enormes recursos y su situación económica lo convierten en la pieza fundamental de la geopolítica de América Latina. El fracaso del modelo de izquierdas implantado por el expresidente Luiz Inácio Lula da Silva sería vendido por la prensa de medio mundo como el ejemplo del destino que aguarda a aquellos países que osaron salirse de la senda del FMI. Una falacia que pretendería mostrar como obsoleto un modelo cuyo éxito es más que comprobable en los informes de la ONU, Unesco, OMS, etc. Esa y no otra, es la misión de estos grupos de interés que se extiende casi sin variación a países como Argentina, Ecuador o Bolivia.
La acusación por corrupción del tesorero del PT, Joao Vaccari Neto, promete ser el caballo de batalla de la élite y sus secuaces una vez el informe de Petrobras desmonte sus argumentos. La corrupción como único argumento, sin tener en cuenta que afecta a 28 de los 32 partidos presentes en el Congreso Nacional y que podría relacionar directamente al expresidente del PSDB, Sérgio Guerra. Algo de lo que pocos han oído hablar porque todos los medios apuestan en atacar al gobierno.
De hecho, puede que tengan razón al señalar la corrupción como principal problema en Brasil, pero lo que no dirán es que desde que el Partido de los Trabajadores inició su gobierno en el país allá por 2003, las detenciones de trabajadores de la administración pública brasileña por la Policía Federal brasileña por corrupción fueron de 2.351 casos, una media de 200 casos anuales frente a los 9 del gobierno de Fernando Henrique Cardoso. Otro tanto con el número de operaciones policiales que con el PT es 50 veces superior al último gobierno del PSDB.
Hasta entonces, la presión sobre el gobierno de Brasil es y será extrema. Sin embargo, el sólido legado dejado por Lula da Silva unido a la estabilización de la economía, podrían revertir la situación a partír de 2016. Por todo ello, desprovisto de aliados y acosado por los medios de comunicación, el escenario hasta las elecciones de 2018 se plantea como una batalla del PT contra todo y contra todos. Cuatro largos años, en los que los de arriba continuarán con sus estrategias, sobrevolando en sus círculos de acusaciones e hipocresía, buscando el momento de debilidad para asestar el golpe de gracia sobre la democracia en Brasil.