El principal resultado del año saliente parecen ser ráfagas de bondad que venían alternándose con oleadas de odio.
El pasado viernes, las dos fuerzas entraron en colisión, llegando a dividir al país en dos bandos irreconciliables. El motivo era una ley sobre infancia que puso en evidencia todos los instintos y ambiciones de las principales figuras y capas de la sociedad.
La ‘ley Dima Yákovlev’, 420 votos a favor y 100.000 firmas en contra
A lo largo de todo el año las autoridades se aplicaron a fondo, inventando nuevas barreras que delimitaran la sociedad, buscando protegerse del indignado ciudadano y fomentando el más beligerante conservadurismo. Se recurrió al método clásico y hasta cierto punto característico para Rusia, la introducción de un castigo más severo. Suele resultar más sencillo, eficiente y barato, porque para el Estado supone un esfuerzo excesivo ponerse a pensar en el origen del descontento popular, buscar fórmulas de compromiso y llegar a acuerdos. Además, actualmente en nuestro país no es muy bienvenida la idea de negociar: toda negociación es vista por la élite política como muestra de su propia debilidad. Están seguros de que si alguien se da cuenta de que han cedido ocurrirá un desastre.
De modo que nada de mostrarse comprensivos, la única opción es presionar, expulsar y poner barreras. Para que a nadie se le vuelva a ocurrir… Una actitud que de puro intensa ha resultado incluso contraproducente: se ha levantado una inesperada oleada de conservadurismo beligerante, reforzada por una falta absoluta de conceptos éticos. Pocas cosas en la política son capaces de causar mayores daños que una seguridad excesiva de su propia postura.
El pueblo, que vio frustradas las esperanzas de cambiarlo todo y de golpe, decidió intentar cambiar aquello que se encontraba al alcance de la mano. Al mismo tiempo, el nivel de vida de muchos ciudadanos les permite dejar de pensar en el futuro, destinando el exceso de los ingresos a diferentes obras de caridad y socorriendo a “los débiles y los menesterosos”. Mientras tanto, la atención por parte del Estado a estas capas más desfavorecidas es más declarativa que real.
Voluntarios partían para la ciudad de Krimsk (Kubán), azotada por una inundación, visitaban las residencias de tercera edad, organizaban multitudinarias acciones de protesta para salvar a los animales abandonados. Si el poderío del Estado es medido por la fuerza de su poder central y el amor a la patria resulta equivalente a la lealtad a los actuales dirigentes, los resultados escasean y toda declaración se vuelve patética.
He aquí que una semana antes del Año Nuevo todas las discrepancias y actitudes se enfrentaron en una ley sobre niños. Y el presidente mantuvo un diálogo de cuatro horas de duración con parte de la sociedad. Se mostró enérgico y seguro, pero sus palabras, más que un intento de reconciliar a las partes, parecían fruto del empeño de imponer su autoridad.
Los parlamentarios señalaban a gritos que era pura vergüenza tener tantos huérfanos en el país y permitir su adopción por los extranjeros. Si tan vergonzoso les parece, ¿por qué algunos de ellos que no llevan años, sino décadas en el poder, nunca han hecho nada para solucionar dicho problema? Es, bien mirado, cuestión de su valía profesional. Eso nadie lo quiso comentar.
Es uno de los pilares de la política rusa, un odio literalmente existencialista hacia Estados Unidos. Los debates sobre votación anticipada en las elecciones y las suposiciones sobre la envergadura de las posibles manipulaciones, junto con los comentarios sobre el sistema judicial estadounidense, revelan una ignorancia completa de la realidad de EEUU. Y también unas escasas ganas de conocerla.
Las creencias rusas sobre cómo se hacen las cosas se aplican mecánicamente a Estados Unidos y en base a ello con total tranquilidad se sacan las necesarias conclusiones. Y los pobres niños abandonados son aprovechados en batallas sin piedad alguna.
Impera la envidia y la costumbre de contar con un “enemigo externo”. La posición de Estados Unidos en el mundo a muchos de nuestros compatriotas no les deja dormir tranquilos, con lo que les gustaría que cada movimiento de Rusia tuviera el mismo efecto a nivel mundial. Que los leales se inclinaran con sumisión y los rebeldes se volvieran polvo. Y como no ocurre, lo único que queda es dejarse carcomer por la envidia.
Es así como nacen las emociones, no sentimientos. No nos confundamos, el poder ruso se está tornando cada vez más insensible. Los sentimientos son profundos, conllevan reflexiones y compasión, incluyen las nociones de la vergüenza y la felicidad, la bondad que emana desde lo más hondo del alma. Y las emociones son superfluas, uno puede estar fuera de sí de odio y de euforia, pero sólo por fuera. Por dentro seguirá teniendo un vacío absoluto, el frío de la soledad y el miedo…
El poder ruso actual no es sino la más pura insensibilidad emocional. Tampoco es que los políticos de otros países sean todos un ejemplo de honestidad y reflexión. Estas cualidades, cual los escalones en el lanzamiento de un cohete, se van separando en el ascenso a la cima. Pero sí que en el extranjero existen la sociedad y un sistema de instituciones equilibrado que no deja olvidarse de la necesidad de tener en cuenta las consecuencias de las acciones de uno. Estándares altos llaman a ser disciplinado y las nada huecas palabras “libertad”, “dignidad” y “derechos humanos” obligan a esforzarse en busca de decisiones óptimas.
Y si el estándar y la norma pueden ser cambiados en una semana con la introducción de una ley redactada sin demasiado esmero, empiezan a prevalecer los intereses personales, los rencores y las ambiciones. Fuentes cercanas a las autoridades rusas vaticinan que el año que viene no será fácil. No lo será para ninguna de las partes.
LA OPINION DEL AUTOR NO COINCIDE NECESARIAMENTE CON LA DE RIA NOVOSTI