El período post soviético ha terminado y ya es hora de cambiar de rumbo.
Es la idea central del artículo publicado esta semana por el primer ministro ruso, Vladímir Putin, en su página oficial como candidato a la presidencia, putin2012.ru.
Lo cierto es que el jefe de Gobierno ruso no revela en qué dirección debe encaminarse Rusia, pero lo importante es que Putin resalta que la desintegración de la URSS ya no puede ser el punto de referencia para el futuro del país. Ahora la agenda debe ser totalmente diferente.
Las evocaciones de la Unión Soviética y las comparaciones con el Estado perdido han sido características de la conciencia pública y política rusa de los últimos 20 años, aunque la actitud hacia el pasado y el presente ha ido cambiando. Todo empezó con los lemas anticomunistas de los inicios de los noventa, cuando la repugnancia hacia todo lo soviético sirvió para legitimar al nuevo poder. Pero esta tendencia no duró mucho: los fracasos y las dificultades experimentadas en el curso de la consolidación democrática acarrearon un descontento entre la población que desembocó en nostalgia.
El Estado intentó aprovecharse de ello también, minimizando el dolor en lo posible y volviendo con este fin a la simbología y estética soviética. Las autoridades se pusieron a utilizar elementos soviéticos enérgicamente desde el año 2000 estimulando de vez en cuando la nostalgia por lo perdido para distraer la atención de lo que estaba ocurriendo. El nuevo poder, para confirmar su estatus legal, mostraba que tenía que ver con el glorioso pasado del país.
La esencia de las referencias a la época soviética se puede ver con más claridad analizando la política exterior post soviética. Desde los noventa hasta 2010 todas las actuaciones de Rusia en el escenario internacional fueron emprendidas con el objetivo de demostrar a los socios que la desintegración de la URSS no suponía su desaparición como líder internacional. En diferentes periodos se aplicaron para ello distintos métodos, pero el objetivo nunca cambió. Se puede decir que se logró, al menos dentro de lo posible y necesario: nunca nadie propuso restablecer una superpotencia de nivel de la Unión Soviética. En todo caso, el punto culminante después del colapso lo alcanzó Rusia precisamente a finales de los 2010, tanto en el sentido económico como en el político.
La esencia del siguiente periodo consiste en dejar de apelar a la era soviética. El potencial tecnológico soviético está agotado, lo comprueba un gran número de catástrofes tecnológicas. La experiencia soviética de solución de problemas, aunque hubiera sido oportuna en algunos casos, es inaplicable bajo circunstancias contemporáneas. Ya no quedan huellas de la política soviética exterior: la primavera árabe está eliminando los últimos regímenes que, por inercia, se consideran socios de Rusia en la región. En definitiva, la base ideológica soviética ya no puede contribuir al progreso de Rusia.
La opinión de Putin es importante, pero también es necesario que la propia cúpula dirigente rusa cambie de rumbo y deje de apelar a la URSS. Sin embargo, el propio Vladimir Putin lo hace constantemente en sus intervenciones y observaciones, dando la impresión de que la vuelta al modelo anterior sería de su agrado. Claro que ninguno de los dirigentes rusos se lo propone, ya que todos entienden que es imposible. Pero el lenguaje soviético o pro soviético sigue en uso por no haber otro. Las autoridades rusas siguen creyendo que aprovechando la imagen de la superpotencia perdida hacen sus propuestas más convincentes. Un claro ejemplo de ello es la Unión Euroasiática, propuesta por Putin.
En realidad, se trata de un intento, el primero en serio, de estructurar la integración utilizando una base cualitativamente nueva: interactuar en el ámbito económico de manera mutuamente ventajosa para todos los participantes del proceso. Un ejemplo similar es la integración europea en su forma original. Sin embargo, hablando de los pros del proyecto, Putin apela a la unidad económica de hace unos decenios, creando la ilusión de que se trata casi de recuperar la URSS. Esto preocupa a sus socios y asusta al resto del mundo. Por eso la nueva época que ha sustituido a la post soviética tiene como objetivo principal el de encontrar argumentos de cara al futuro y no al pasado.
Está claro que es imposible e innecesario borrar el pasado. Pero ha llegado la hora en la que la historia tiene que dejar de ser un instrumento político habitual para ser un objeto de estudio imparcial. El abuso de todo lo soviético es dañino para la elite rusa contemporánea porque, independientemente de su visión de aquel entonces, llegó al poder exclusivamente gracias a la caída de la URSS y la correspondiente renovación de cuadros políticos. Estimular la nostalgia de un gran Estado perdido mina la legitimidad de la cúpula rusa, que también es responsable de la desintegración de la URSS (fue la opción de los demócratas rusos de los finales de los 1980) y de lo que Rusia ha cosechado desde entonces. Sería más oportuno contribuir al optimismo histórico en vez de irritar las heridas. Vladímir Putin ha dado el primer paso, ahora le toca empezar a crear la imagen del futuro deseado.
LA OPINIÓN DEL AUTOR NO COINCIDE NECESARIAMENTE CON LA DE RIA NOVOSTI
* Fiódor Lukiánov, es director de la revista “Rusia en la política global”, una prestigiosa publicación rusa que difunde opiniones de expertos sobre la política exterior de Rusia y el desarrollo global. Es autor de comentarios sobre temas internacionales de actualidad y colabora con varios medios noticiosos de Estados Unidos, Europa y China. Es miembro del Consejo de Política Exterior y Defensa y del Consejo Presidencial de Derechos Humanos y Sociedad Civil de Rusia. Lukiánov se graduó en la Universidad Estatal de Moscú.
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